de Daniel Schechtel
Existen muchos mundos como éste, pero con una diferencia. Es decir, cada
mundo es igual a éste pero tiene algo cambiado, una ligera modificación. Y en
el mundo del que les voy a hablar ahora pasa lo siguiente: la gente no tiene
manos. Sí, pero no es que por el darwinismo y que toda la historia y que nunca
tuvimos manos y NO. Así de golpe, un día, la gente amaneció sin manos. Se les
habían podrido las manos. Y estaban los que se pusieron a pensar el problema
pero no pudieron rascarse la cabeza, y ni hablar de los que se toman de la
pera, de la barbilla, o los que se ponen los dedos en las sienes. Así que para
mostrar que pensaban entrecerraban los ojos así, o miraban para arriba, y nunca
faltaba el gaucho incauto que se arrimaba y preguntaba "¿va a
llover?". Y el otro medio arrebatado que respondía "¿no ve q estoy
pensando?". El gaucho lo miraba fijo... "No". La juventud, sobre
todo los muchachos, estaban aterrados y desesperados… no me pregunten por qué,
y ya pensaban que no tener manos era un castigo divino. Los mancos se cagaban
de risa: "ah ¿vieron lo feo que es?", chochos estaban. Los religiosos
no podían rezar porque no podían juntar manos para implorar por la clemencia
del todopoderoso. Los arqueros de fútbol empezaron a entrenar para atajar con
los pies, como el escorpión Iguita. Los tipos que ya usaban los pies como manos
se volvieron indispensables maestros y pusieron escuelas y academias. La gente
que se comía las uñas se empezó a comer los brazos. Se dejó de viajar a dedo.
Los reflexólogos y las reflexólogas (esto es, la gente que se dedica a hacer
masajes) se cagaron de hambre. El dicho "manos a la obra" se volvió
una tomada de pelo, un chiste típico. Los que seguían pensando seguían pensando
nomás porque no tenían cómo escribir las ideas. Los desubicados ya no podían
tocar el culo de nadie. Los que mejor y más rápido aprendieron a usar los pies
dicen q fueron los q se comían los mocos... no sé por q habrá sido. Yo estaba
en mi casa riéndome del boxeo del tenis del golf del paddle del dominó y de la
pulseada china cuando entró mi hijita de 7 años y me miró a los ojos,
preocupada, al borde de las lágrimas.
—Papá —me dijo.
—¿Qué, hijita? —le pregunté fingiendo interés y empatía. En la televisión
justo mencionaban a Perón como un profeta de esta calamidad, y mis comisuras
luchaban por no oblicuarse.
—No puedo acariciar a Boby —dijo temblando. Boby era su osito de
peluche. Yo me sonreí ante su puericia y su ingenuidad, su falta de mundo, su
reducida visión de las cosas. Me agaché frente a ella y apoyé mi brazo en su
hombro.
—No pasa nada, amor, todavía podés mirarlo y decirle que lo querés —le
dije sonriendo. Pero me miró destrozada y una lágrima rodó por su mejilla.
Abrió la boca y tembló.
—¿Y vos cómo hacés para acariciar a mamá? —preguntó, y me borró la
sonrisa al instante. La miré fijo y un escalofrío me recorrió la espalda.
Entonces, quise abrazarla, aferrarla, asirla, quererla, pero no pude menos que
aguantarme el llanto que empujaba desde la garganta por salir, y en silencio me
di la vuelta y me senté en el sillón.
Entonces, lloré, y de pronto quise tener manos para esconder tanta
vergüenza.
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