sábado, 22 de abril de 2023

Paradiso

 

   A veces me gana el vicio de imaginar un Paraíso, y se me ocurre que el reino eterno funciona como funcionan los teatros.


   Habría en algún lugar una Sala que debe ser el centro, la del escenario más importante y más lujoso, donde no cualquiera llega a ocupar una butaca y mucho menos a pisar las tablas. Bien en la periferia, armadas con practicables y cajones de cerveza, se improvisan tarimas para los espectáculos de artistas amateurs. Allí se multiplican varietés, café concerts y vodeviles que no se acaban nunca. Hay otras, muchas, incontables salas: algunas al aire libre, plagadas de cirqueros, y otras oscuras y profundas. En estas últimas los grupos de vanguardia investigan puestas experimentales que evolucionan hasta volver a ser conservadoras. Aunque parezca que sí, los clásicos no son exclusividad de los veteranos, y se están representando uno atrás de otro (aunque en realidad todos al mismo tiempo, siempre en cartel en alguna parte del complejo).
   Tiene una sola boletería, y eso demora el ingreso. Pero una vez adentro casi nadie respeta la numeración de los asientos, los tres timbres ni los intervalos. Tampoco hay que hacer fila para los bufetes, donde sólo los muy indecisos pierden tiempo revisando los ilimitados tomos del menú –se aconseja elegir al azar o pedir el plato del día-. Los camarines sobran, aunque algunos no hayan sido pensados para esa función; elencos enteros se instalan en las muchas oficinas de programación: allí se visten, se bañan, duermen y crían a sus hijos, con el temor constante de que a un funcionario se le ocurra ir a cumplir su horario de trabajo.
   Que el martilleo jamás se detenga en el taller (los talleres) de los pisos subterráneos. Algún regisseur se quejará que en el depósito (colmado hasta un techo indistinguible con reliquias arquitectónicas articificiales) no consigue una “columna dórica color terracota” con las pulgadas exactas para encajar en su montaje. Recomienza así la secuencia de diseñadores, bocetos, maquetas, moldeado, armado y pintura que probablemente termine sobre la hora del ensayo general.
   Un miembro del coro que esté ansioso por probarse su vestuario (digamos por ejemplo: una casaca del ejército ruso del siglo XVIII, talle “large” pero de mangas más tirando a “médium”, con tres agujeros de bala de fusil en el costado izquierdo y un bolsillo interno del tamaño de una llave, que nunca es seguro pero debería estar  justo, justo atrás de la casaca del ejército ruso del siglo XVIII, talle “large” pero de mangas más tirando a “médium”, con tres agujeros de bala de fusil en el costado izquierdo y un bolsillo interno del tamaño de una moneda) se perdería sin duda al buscarlo entre el mar inabarcable de percheros. De ellos cuelgan todas las posibles vestimentas, con cada forma, color y tamaño existente en la historia o la imaginación humana. El coreuta perdido encontraría tal vez la ayuda de jóvenes figurantes, quienes suelen esconderse entre los trajes para llevar a cabo performances furtivas. Cada día las telas amanecen con manchas de maquillaje y cabellos de pelucas.
   Otro lugar frecuentado por quienes precisamos un rincón alejado de los reflectores es la biblioteca, que según el catálogo puede prestar cualquier texto dramático, desde Shakespeare hasta Adela Basch. Aunque si de casualidad una compañía quiere arriesgarse a adaptar algo, también hay secciones especializadas con toda edición en prosa, libro de poesía, diario o revista publicada (entre las estanterías debe haber alguna con volúmenes en braille, pero por sentido común ninguno de los encargados carece de vista).

   Las escaleras con panfletos pegados llevan a las aulas de la escuela de actuación, que dicta también cursos de cine, música, danza y otras disciplinas. Muchas veces los estudiantes terminan siendo mejores intérpretes en una de esas áreas. La esfera de docentes parece ser la más espiritual: no suele corporizarse en otras representaciones que no sean sus muestras, para las cuales eligen fechas en que sobre el calor y salones donde falten los asientos. Y es que, a pesar de los muchos misterios que encierra el Teatro, las funciones con alumnos siguen siendo el destino de las masas apenas Iniciadas o de poca Fe. Espectadores reales en verdad no hay tantos; quizás orbiten en otro plano junto a críticos y productores. Los mismos artistas se organizan en sus días libres para verse entre sí y cumplir con ciertos ritos; aplaudir amigos, ponerse al día con las modas, robar ideas, hacer acto de presencia, dormir una siesta, dar críticas constructivas en presencia del director y otras más sinceras en su ausencia.
   Durante el verano se encienden las peleas de vedettes, y el invierno es época de alevosos ultrajes al copyright de Disney. En primavera brotan estrenos que suelen estar verdes, y otoño es ideal para retomar ensayos de proyectos que no se resignan a caer. Así, por interminables temporadas. Los aplausos de una función se superponen a los de la que sigue, y desde los baños y pasillos se puede escuchar como una lluvia que no para.
   En los contratos no se habla de dinero, porque ya no está claro ni quien cobra ni quien paga.


 Ya sé, no me digás: también puede ser que en realidad así será el infierno.

miércoles, 12 de abril de 2023

La dueña del Legado

La empleada le alcanzó un mate al abogado de su patrona, de su ex patrona, con un gesto firme que demostraba muchos mates cebados en su vida, pero con un respeto especial en este caso:

¿Un amargo, doctor?


El abogado lo aceptó casi sin verlo, con una leve culpa al ser llamado por un título que, en rigor, su diploma universitario no tenía. A fuerza de costumbre había naturalizado ese reconocimiento, como muchos de sus colegas, sin haberse doctorado de verdad en leyes, ni en ninguna otra cosa. Pero siempre le nacía esa incomodidad cuando algo en su desempeño profesional le resultaba cuestionable, como si temiera demostrarse incompetente y quedar a la vista de todos como un farsante. Y ese día no estaba pudiendo cumplir con el caso que representaba, por lo que se sentía menos doctor que nunca. Aceptó otro mate de la empleada, y pensó por un momento que esa mujer tampoco debía ser llamada así, puesto que desde el fallecimiento de su clienta, empleadora de ella, se había convertido en verdad en desempleada. Se preguntó de hecho por qué seguía allí en la casa, salvo por la fuerza de la rutina o, quizás, la esperanza de una nueva contratación por parte de algún heredero, cosa que por cierto no había aparecido.  

Entre mate y mate, el doctor agotaba los cargados anaqueles de las bibliotecas, estantes y cajones que habían sido de su clienta, en busca de un documento que nunca imaginó tan difícil de encontrar. Que no existiera le parecía inconcebible. Ya había, por supuesto, vaciado la caja fuerte, un recaudo inútil de antemano, puesto que conocía su contenido; un manojo de documentos originales cuyas copias certificadas podían contarse por duplicado, triplicado y hasta cuadriplicado en las carpetas de su despacho de la calle Córdoba. Papeles importantes, sí: el acta de defunción del marido de su clienta (mucho mayor que ella), manuscritos de enorme valor económico e intelectual, y la libreta de casamiento, firmada por un juez extranjero, con fecha muy cercana a la muerte de él… un documento de discutible validez, pero con la legalidad suficiente para convertir a la breve esposa en la heredera vitalicia del legado literario más importante del país, y acaso de todo el continente.

Pero la viuda, por décadas celosa guardiana de los derechos autorales recibidos, no había tenido la precaución de confiar al letrado (paladín suyo en las cortes, fiel consejero en los juicios, y albacea natural de su última voluntad), la ubicación de su testamento decisivo. Ante la falta del papel que expresara la decisión de la señora, la suerte de la gigantesca obra del escritor, sus regalías, derechos de publicación y otros beneficios económicos y culturales quedarían a la deriva, o dios sabe en qué manos.

La empleada, o ex empleada, había suspendido los mates para retomar su rutina de limpieza cotidiana, tan inútil como rigurosa. Desde luego que la mujer había sido interrogada exhaustivamente por el abogado, sin obtener más consuelo que la certeza de que ningún papel importante había ido a parar a la basura por error. Tampoco le había sido confiado el escondite de nada de valor. No le extrañaba tal cosa al abogado, dado que su clienta no profesaba la confianza ni aún en los cercanos; ya en su momento, a poco de convertirse en viuda y heredera universal del escritor, había ordenado despachar, con mucho recelo y ninguna recompensa, a la antigua doméstica de su célebre marido, la cual, después de una vida de atenderle su casa y sus dolencias, aceptó la expulsión sin soltar más que un callados lamento en guaraní. La viuda del literato, incluso en su vejez, seguía sospechando de ella el haber hecho acopio y malvender pertenencias del finado; acusación rebatible al ver el estado de pobreza en que falleció la empleada despedida, años más tarde, en su casilla suburbana. Ahora, la propia muerte de la viuda había sido repentina, pero esperable. Una enfermedad la mantenía recluida en su piso del centro; sus pocas visitas decían que apenas dejaba la cama, y los vecinos sumaron que ya no se acercaba a la ventana sin el uso de un bastón ni la moderada cercanía de su empleada, a quien sin embargo no le admitía el ofrecimiento del sostén de su brazo, todavía joven, de robusta correntina.  

A las seis de la tarde el abogado hizo un alto en la búsqueda. Los ácaros de los estantes menos transitados le estaban afectando la nariz, y empezaba a fallarle la vista. No pensaba dejar la salud en la tarea, y por otra parte resultaba imposible revisar a conciencia las filas de libracos que se habían acumulado con los años. No lograba reconocer la mayoría, que por otra parte incluía ediciones en idiomas que no identificaba en absoluto. No era un hombre leído, aunque, a fuerza de litigios por derechos de autor, se consideraba un iniciado en la obra del fallecido esposo de su clienta. Pero su erudición literaria se limitaba a ciertos textos escolares infaltables, aprendidos por obligación, como tantos otros, en los lejanos días del Colegio Nacional. Su búsqueda del testamento le traía el vago recuerdo de un cuento policial, que giraba en torno a una carta escondida a la vista de todos. No había retenido el nombre del autor, pero tomando su idea se había asegurado de buscar primero en los lugares más comunes. Luego, avezado en las mañas de la viuda, había metido sus jurídicas manos en los sitios más cercanos a ella: su mesa de luz, bajo el colchón, las cajas de zapatos que atesoraba en el enorme vestidor. Registró cualquier resquicio privado donde pudiera esconderse un folio, una carpeta, un tubo donde guardar un rollo, como aquél en su propio despacho, donde guardaba el título que decía “Abogado” y no “Doctor”, como él hubiera querido realmente. Ahora se encontraba cercado por un laberinto de pilas de libros, hojeados en vano página por página, y rodeado de escritorios vaciados de sus cajones, como ruinas de antiguas ciudades saqueadas por los bárbaros y el tiempo. Afuera ya había caído el sol entre los edificios, y en la casa revuelta la luz se había vuelto difusa sin que él se diera cuenta. Recién entonces, al levantar la vista para deducir dónde estaba el interruptor, el abogado notó la silueta de la empleada (la ex empleada) mirándolo fijo desde el umbral de la puerta.


Me retiro por hoy, Doctor. ¿Le dejo la llave?


El abogado le dijo que no, que él tenía su copia. La mujer giró sin decir más y empezó un lento descenso por la escalera, hacia la calle. Tenía bajo el brazo un atado del que sobresalían los palos de varios enseres de limpieza: un escobillón, una pala, algo así como un plumero largo y un lampazo, también llamado trapeador. En la otra mano cargaba una bolsa con basura. Al abogado le extrañó que no dejara los elementos en la casa, pero no creyó que, de entre todos los valores de la muerta, eligiera robarse justamente las escobas. “Me estoy poniendo paranoico”, se dijo, y luego agregó riendo para sí: “A lo mejor la viuda se puso tan miserable que la hizo traer sus propias herramientas de trabajo”. De todas formas, en un vistazo rápido, al encontrar la tecla de la luz, repasó los adornos más caros. En su lugar de siempre estaban las estatuillas de los premios literarios internacionales más prestigiosos, entre los que sólo faltaba un Nobel, pero no por robado, sino porque el ilustre esposo jamás lo llegó a recibir. 

El abogado tuvo de pronto un presentimiento, y dejó de revisar las pertenencias de la viuda para enfocarse en esas pocas que quedaban de él; aquellas reliquias tan íntimas que no habían ido a ningún museo ni exposición del insigne literato. En una larga vitrina descansaban unos anteojos muy gruesos y un reloj de bolsillo con los números en relieve, de los que se valía el escritor, invidente en el tramo maduro de su vida. Sin duda para tener a la vista esas reliquias, en sus últimos tiempos la viuda había movido la vitrina cerca de su cama. Aún se veían las huellas de la anterior ubicación, donde había estado por años, aunque ya habían empezado a borrarse por la ardua limpieza cotidiana. 

Entonces el abogado notó la gran ausencia. La falta del objeto en el cual, con una certeza repentina, supo que estaba guardado el testamento, también ausente, de la difunta dueña del legado. Salió a la calle, pero ya la ciudad era una selva nocturna, y el colectivo que llevaba a la empleada a su periferia suburbana se alejaba entre los bocinazos. Antes de entrar de nuevo, derrotado, el abogado vio la bolsa de basura abandonada a metros del contenedor de residuos, junto a los elementos de limpieza desparramados y la cabeza de un lampazo al que le faltaba el palo.


La ex empleada no volvió a su casa, sino que viajó por horas, combinando líneas de autobuses, hasta una casilla donde, décadas atrás, había muerto otra empleada correntina, despojada de su herencia. En sus manos, ya librada de su disfraz de lampazo, tenía una caña cortada y moldeada en Japón: el bastón que sirvió como báculo al escritor ciego y que, al morir él, fue conservado por su esposa como uno de los más valiosos bienes heredados, uno símbolo material de los invaluables derechos de su obra literaria. Legado que ahora, sin el testamento de la viuda, tendría un destino incierto, pero seguramente muy distinto al que ella hubiera deseado. La joven correntina, pariente remota de la que fuera empleada, confidente y enfermera del autor, se sabía también depositaria de un legado que le tocaba hacer valer: una justicia que poco tiene que ver con juicios y formalidades leguleyas.

En los minutos previos al amanecer, llegó a la última morada de la antigua doméstica, “la sirvienta” como se le dijo tantas veces. Frente a la casilla, empuñó el bastón con firmeza y lo partió en un solo golpe. De la caña hueca cayó un fino rollo de papeles, y algunas páginas se esparcieron en la calle de tierra; la mujer ni se detuvo a leerlas, captando apenas los nombres de unas instituciones extranjeras y la firma de su difunta patrona. Con los mismos trozos de la caña partida hizo un modesto fuego, y quemó allí las hojas de un testamento que ningún otro ojo volvería a mirar. Recitó unas palabras en perfecto guaraní, saludó con respeto al recuerdo de su antecesora, y se alejó de las cenizas calientes con la satisfacción de haber honrado su legado, mientras en el oriente, sobre el río, clareaba una vez más el alba cómplice. 


domingo, 24 de enero de 2016

CIUDAPUEBLO: LOS FEUDOS / “LOS ESTABLOS”

Cuando uno va llegando a CiudaPueblo, ve desde el Camino Imperial los campanarios de la Catedral. Al atravesar la Puerta del Mercado, donde el Camino termina y las murallas que cercan sus últimos tramos forman un arco, el que llega puede cruzar la feria hasta la Acrópolis. No tiene más que seguir el Canal de los Negros, a pie o contratando un bote público.
   Pero el viajero que sabe entrar a CiudaPueblo eludirá la Puerta del Mercado, y cruzando el Foso Circundante por alguno de los puentes del extremo norte, tomará el Canal de los Negros desde su comienzo, para recorrer primero Los Establos.
   Esta región, que las moscas, el barro y el olor a bosta no llegan a arruinar, está surcada por el tramo más verde del Canal los Negros (que, si bien corta de punta a punta la ciudad, no tiene en ningún otro feudo márgenes con tantos árboles ni mejores pastos).
   Jinetes y conductores traen sus caballos y carros para recomponerlos en las muchas caballerizas que ofrece cada calle. Los hay de todo tipo: de correos, de carga, de carreras… estos últimos, rara vez abandonan la zona, se crían, se entrenan y compiten en las pistas del pequeño Coliseo emplazado en el otro extremo del feudo: la encrucijada de la Avenida del Agua y la Senda de la Cárcel, donde está la Puerta del Mercado
   Una muralla, la que acompaña la última parte del Camino Imperial hasta ese arco  (triple frontera entre El Mercado, Los Establos y la Acrópolis), ha dejado a los establos siempre medio al margen de CiudaPueblo, hasta el punto en que muchos están convencidos de que “los de atrás de la muralla” pertenecen al País de las últimas casas (esa aldea arcaica, menos grande aunque más vieja que CiudaPueblo, que empieza recién al cruzar el Foso Circundante por el Norte)
   Los que andamos seguido por los caminos barrosos de Los Establos, tan pacíficos de día como inhóspitos de noche, sabemos que este latifundio fue de los primeros, lo que testifican sus casas largas y de techos altos, con patios de buena tierra para cultivar las huertas familiares.
   El aislamiento y el interés general por la apuestas (abundan los establecimientos, mas o menos legales, de naipes, astrágalos, loterías babilónicas y ruedas de la fortuna) traen gente que suele estar de paso. La paz es firme en Los Establos, sus habitantes son sencillos y la presencia de la Guardia Urbana es fuerte: toda iniciativa bélica suele agotarse en simples peleas de tahúres y rufianes. Mercenarios y aventureros prefieren probar su suerte en las casas de juego, o arriesgarse a conseguir alguna fortuna en el Coliseo antes que en algún saqueo.
   Se sabe, si, que rústicos armados llegan de los montes (allende el País de las Últimas Casas) incursionan en el feudo para robar caballos y secuestrar mujeres, cruzando a nado el Foso Circundante, de forma clandestina, amparados por la oscuridad de las calles y la desidia de la Guardia Urbana: no debe culpárselos porque, la mayor parte de la noche, prefiera custodiar las casas de juego y las caballerizas de, casualmente, los ciudadanos poderosos.

   Hacia el Oeste Los Establos termina, como se dijo, al borde del Camino Imperial. Del otro lado de esas murallas, opuesto en muchos aspectos, comienza Feudo Alto.

CIUDAPUEBLO: LOS FEUDOS


    En los papeles, claro, el trazo es impecable. Las avenidas, los canales, los jardines… las simetrías y equivalencias se suceden en un entramado de obsesivo planeamiento. Es seguramente por eso que, en la vida real, los diferentes latifundios fueron siempre territorios de fronteras inciertas.
   Cada zona de CiudaPueblo es un dominio que puede cambiar imprevisiblemente de límites y dueño, desvirtuando el orden de mapas y de planos.
   Los feudos principales (la Acrópolis, Feudo Catedral, quizás el parque del Santo Mártir), no cambian en esencia. Tampoco el Mercado ni Los Establos. Las Cortes, si se lo puede considerar realmente un Feudo, apenas varía. Pero Ciudácadémica no deja de expandirse alrededor del Bosque de las Fieras. Feudo Alto mantiene su constante litigio con La Duna, discutiendo sus derechos alrededor de la Torre Caracol.
   La Necrópolis sigue aislada por el Páramo, y crece hacia afuera del foso circundante. CiudaVieja siempre suma alguna nueva compañía de bandidos que se la adjudica, y de las Casas de Sanación muy pocos se preocupan. En Las Vísceras no entra ni la Guardia Urbana, del Feudo Rojo no se habla por obvias razones, y cuánto abarca Feudo de Nadie es una incógnita.

   Fuera de la protección del Foso Circundante, la comuna se desgrana en latifundios agrícolas, parajes hostiles y terrenos salvajes (aunque hacia adentro, la seguridad es relativa: hay muchos Señores Feudales y demasiados mercenarios…)

jueves, 10 de septiembre de 2015

MORIR EN BATALLA

MORIR EN BATALLA


   Era cuestión de tiempo hasta que se inventaran los viajes al pasado. Aunque, de ejecución costosa y restringida, nunca fueron populares.

   Luego del entusiasmo inicial, sobre todo entre los de raza humana, el interés de la gente decayó relativamente rápido, como había decaído a fines del siglo veinte la atención por los viajes espaciales, a mediados del veintiuno la novedad de la internet, o a principios del siglo pasado el asombro por la teletransportación.

   Hoy en día, la estrategia del Comité para fomentar la indiferencia al respecto resulta efectiva: los detalles del procedimiento, muy lejos de ser atractivos, se difunden hasta el hartazgo por todos los medios posibles, para no estimular a curiosos o a cineastas que quisieran armar con ellos alguna ficción para exprimir en las pantallas. A los demasiado insistentes, se les daba  minuciosos informes llenos de ecuaciones y algoritmos, que dejaban al interesado la sensación de que los viajes temporales eran un invento insulso, una operación matemática imposible de disfrutar sin conocer profundamente las ciencias exactas… lo que sucedería, digamos, a cualquier profano que intentara comprender realmente la teoría de la relatividad. A los que llegaban a obsesionarse con el tema, suelen contratarlos como Coordinadores.

   La frustración de los interesados se agrandaba difundiendo, casi constantemente, como una imposición mediática, los últimos descubrimientos: el itinerario exacto de la Cruzada de los Niños, las preferencias sexuales de Bolívar, las inflexiones de una correcta pronunciación del Jónico… vale decir, datos banales o específicos que, para la opinión pública, relegaban la hazaña del siglo a un mero tecnicismo del ámbito académico.

  Y, seamos sinceros, así era. Las condiciones para activar el transporte hacia el pasado eran tan limitantes que en cada viaje apenas podían realizarse breves investigaciones: el Comité sólo se permitía volver a un punto en el tiempo ampliamente registrado por la posteridad: el temor a alterar la continuidad histórica generaba un riguroso mapa de estadísticas, tan precisas, que determinaban unas pocas coordenadas temporales con las que alguien pudiera interactuar.

   De tal manera, las ventajas socio-históricas eventualmente se agotaron, los beneficios económicos eran casi nulos, y las posibilidades artísticas fueron desestimadas.

   En cambio, los aspectos legales fueron ampliamente aprovechados.

   La nuestra ha llegado a ser una cultura sensible, demasiado preocupada por protocolos y derechos civiles. Podemos tolerar la eutanasia y la pena de muerte, pero nadie quiere verla de cerca, mucho menos hacerse responsable.

   El rechazo a la muerte indigna, entubada, desgastante para pacientes, deudos y doctores, llevó a tantos ciudadanos a elegir la opción propuesta por la nueva ciencia.
   
   Una vez estudiada a fondo una batalla histórica, de esas que resultan en victoria aplastante para unos y derrota total para otros, cuando no quedan dudas de la imposibilidad de alterar el resultado que registra el Archivo Enciclopédico, recién entonces se podía ofrecer, por ejemplo, a cualquier paciente terminal un lugar asegurado en el bando perdedor. Al menos, a todo aquel que pudiera pagarlo.

   El Álamo era un destino muy solicitado por los nostálgicos de la cultura clásica “americana”. Un dominio básico del inglés y un sombrero de piel de mapache garantizaban un final épico junto a los texanos masacrados.

   La confusión de un enfrentamiento naval favorecía la muerte segura, y a tal efecto se enviaba con frecuencia a los indecisos a la Batalla del Nilo o a Trafalgar, para que caigan bajo el estandarte napoleónico o se hundieran en cualquier buque de la mal llamada “Armada invencible”.   

   “Roncesvalles, por ejemplo, permite el placer de morir en batalla con una espada en la mano” solía ofrecer el Coordinador, siempre preocupado de no programar demasiadas veces el mismo destino: saturar de suicidas el ejército abatido, por mera acumulación numérica, podía inclinar peligrosamente la balanza a favor de los que, según todas las versiones del Archivo, resultaron aniquilados.

   Quizás un moribundo, avanzando entre la multitud, haya reconocido algún contemporáneo, maravillados ambos dentro de sus disfraces de soldado, y acaso habrán cruzado una mirada cómplice antes de perderse en la batalla y recibir el hierro que los deje sangrando sobre el campo…

  Pero para nosotros será imposible conocer esas anécdotas: el viaje temporal era irreversible, un camino de ida. “No habrá nunca viajes al futuro, algo intangible, impredecible, quizás cambiante” explicaba el Coordinador a los niños de las excursiones escolares. Ningún experimento al respecto había arrojado resultados favorables, en lo más mínimo. Transportarse hacia adelante en la línea temporal era la clase más horrible de suicidio.


   Con los condenados a muerte el asunto parecía más sencillo. Una reubicación en Pompeya o Herculano, o una breve estadía en Hiroshima, alcanzaba para ejecutar la sentencia. A los que pudieran costearse una condena de lujo, se les tramitaba un pasaje a bordo del transatlántico Gustloff o un asiento poco feliz en el zeppelín Hindenburg.    
   
   Cada viajero, voluntario o forzado, aportaba datos valiosos en el campo. Aún sin poder volver, cualquier información recolectada por su experiencia (imágenes o sonidos captados por microcámaras y nanomicrófonos instalados en su ropa, datos sobre su estado de salud, lecturas atmosféricas, etc.) era enviada a un satélite hábilmente colocado en los primeros viajes... y guardada allí durante siglos, hasta su decodificación. En general, no se registraban incidentes.
  
    Víctor Pratti, violador confeso, fue intencionalmente destinado a morir en el poblado Checoslovaco de Lídice. “Si fuera posible, lo mandaríamos a Sodoma o Gomorra a morir bajo bolas de fuego” remarcó el Coordinador mientras lo preparaba para el viaje. Lejos de ser creyente, el funcionario del Comité deseaba para Pratti, al igual que toda la sociedad, una muerte lo más bíblica posible.    Los crímenes ya no son materia de largos procesos burocráticos. Los abogados, devenidos en simples tecnócratas o aún operarios instrumentales, se limitan en nuestra actualidad a corroborar la veracidad de las cintas tomadas en el exacto lugar y momento del hecho: allí, una sonda enviada a esas específica coordenadas espacio-temporales registra el crimen… aunque, como sabemos, no lo evita. Una vez esclarecido lo que hubiera sucedido, el culpable recibe un único castigo: el exilio temporal.Claro que eso no deja de ser un eufemismo: los destinos eran siempre alguna trampa mortal, creada en el pasado por el hombre o la naturaleza. Ante este efectivo funcionamiento del sistema, las acciones ilegales eran casi nulas.

  Lídice, en el siglo XX, fue arrasada por un ejército de fanáticos europeos del autodenominado “tercer reino”, y bajo las órdenes de su líder masacraron a todos los hombres adultos de la población. Los asesinos más despreciables de la historia serían, sin saberlo, los encargados de hacer justicia sobre el convicto Victor Pratti. Vestido con típicas ropas hebreas de la época, el condenado fue depositado intacto en una de las calles principales, justo cuando las tropas ingresaban en Lídice. Pratti alcanzó a ver otros judíos, quizás también falsos, correr y morir bajo las botas de los soldados. Él fue más rápido.

   Saltó varias paredes, esquivó algunas balas, tropezó muchas veces. En cuanto pudo, se desgarró las ropas hebreas (como dicen que un sumo sacerdote hizo frente a Jesús de Nazaret, por motivos diferentes) y vagó casi desnudo hasta tomar la ropa de un cadáver reciente. Robó comida de donde pudo y se escondió unos pocos días en una escuela vacía. Finalmente encontró ocasión de asesinar un soldado invasor y quedarse con sus ropas, sus armas y sus botas. Con el nuevo disfraz, el cual tal vez no resistiera una mirada de cerca, atravesó las calles buscando un escape. Los habitantes que quedaban huían a su paso, y ningún militar verdadero lo detuvo hasta que pudo ganar el descampado y escapar hacia cualquier parte. Le hubiera gustado tomar algún vehículo, pero desconocía por completo el funcionamiento de los motores fósiles. Detrás suyo, en la abandonada Lídice, resonaban los disparos de los fusilamientos, y los llantos de las madres separadas de sus hijos, destinados a la “arianización” o a las cámaras de gas.

   Decidido a no llamar la atención, no tarda mucho en internarse en la espesura de un bosque. Por completo ignorante de la geografía checa, de su cultura y de su idioma, sabe que sus oportunidades de llegar a algún lugar son escasas. Pero no dejó que eso lo desanimara: estaba desorientado, pero inesperadamente vivo. Esa noche durmió sin interrupciones junto al tronco caído de un tilo. Al amanecer, notó un hombre de pie que lo observaba desde unos pocos metros.

   Era el Coordinador.

   Le había quitado las armas, pero no lo estaba apuntando con ninguna. De hecho, su actitud no era amenazante en absoluto. Lo miraba sonriendo con los brazos cruzados. Quizás lo había estado viendo dormir durante horas. Esperó a que Pratti se despertara del todo, abrió el equipaje que llevaba encima, y se sentó sobre el tronco caído, a unos pasos del condenado.

   Desayunaron en silencio. El recién llegado tenía un equipo completo que volvía la fuga casi una excursión. Pratti daba por sentado que su condición era la de prisionero, y se cuidaba de no hacer movimientos que alteraran a su captor. Cuando notó que por momentos el otro le daba la espalda sin recelo, concibió realmente la posibilidad de arrojarse sobre él. Era muy probable que pudiera ganarle en un combate mano a mano (el otro se veía algo más avejentado de lo que recordaba, pero quizás él también estuviera algo más viejo: sin un espejo enfrente, no sabía si el viaje temporal dejara marcas en uno… no se sentía envejecido, pero si cansado, muy cansado) Desechó ese plan, porque además lo movía la intriga de saber el motivo de una visita como aquella.

   El Coordinador, sirviéndose una segunda taza de café, le cortó en seco esa pregunta. “Ya vamos a llegar a eso” promete “pero primero me gustaría aclarar dos o tres cosas”. Sostuvo por unos momentos el silencio incómodo, y luego retomó la charla con un largo rodeo.

-Antes que nada- le aclaró notando sus miradas hacia el horizonte- Nadie más lo está buscando todavía. Los soldados alemanes están ocupados abusando de su impunidad. Allá ellos.

   El convicto, de todas maneras, no se mostró más relajado, con esas palabras. El Coordinador hizo una nueva pausa y sacó un pequeño paquete de su equipaje. 

-¿Usted practicaba algún deporte?- Le preguntó mientras se acomodaba en el tronco para encender un cigarrillo.

   Pratti le responde que no, que eso era cosa “de gente con plata” y que él, pobre e ignorante, no tenía tiempo más que para trabajar, sin mucha posibilidad de entretenimiento. Era cierto: las condiciones laborales de nuestro siglo socavan la calidad de vida de tantos de nuestros contemporáneos. Un obrero como Pratti tenía a su favor poco tiempo de ocio. Claro que él no lo expuso de esa manera.

-Cuando tenía algo de tiempo- explicó casi sonriendo- me iba al río a tirar piedras.

-Pero el día de la violación sobraba tiempo y faltaban piedras a la vista, ¿no?

   Pratti se contuvo las ganas de golpearlo. El coordinador notó la tensión y soltó una risa acompañada de una bocanada de humo.

-No se me ofenda compañero, no estoy acá para juzgarlo- puso un falso tono grave y declamó: “el que esté libre de pecado que arroje la primera piedra…”

   De nuevo un silencio incómodo. Victor Pratti hubiera querido insistir con su pregunta, pero el otro retomó su discurso.

-Yo cuando era chico jugaba al fútbol, por mi padre. No me gustaba. El fútbol. Bah, mi padre tampoco. Pero lo respetaba, era un ejemplo. ¿Usted sabe de fútbol?

   Pratti sacude el cabeza, indiferente. Pero finge algo de interés:

-¿Eso de embocar pelotas en un aro?

-No, ese es otro. En fin, en una época –de hecho, en ESTA época- supo ser un deporte popular. No me sorprende que ahora gente como usted lo desconozca… “tirar piedras al río”… la cuestión es que el fútbol terminó volviendo a ser asunto de caballeros… pero en este siglo a usted le hubiera encantado. Se pasaría las tardes corriendo atrás de una pelota. Y gente como yo lo habría despreciado, a usted y a la pelota.
El Coordinador apaga el cigarrillo sobre el tronco. Victor Pratti nunca probó uno, pero le hubiera gustado que le convidara.

-Mi padre era un hombre hermético, ¿sabe?, un caballero anticuado, diríamos. Pero él veía en el futbol algo más que un juego de señores respetuosos pasándose una bola de caucho artificial. Él adivinaba la cosa salvaje, latente ahí, en los esquives y patadas, en el placer de eludir al contrario y embocarla… sin usar las manos, como monos primitivos que redescubren otra habilidad para sus pies, miembros secundarios desde que abandonamos los árboles neolíticos… pero me estoy yendo por las ramas, irónicamente.

Se puso de pie de golpe, y como por acto reflejo Pratti hizo lo mismo.

-Tenemos que seguir viaje- indicó entusiasmado, señalando con seguridad hacia lo profundo de la espesura- no vamos a pasar desapercibidos para siempre.

Caminaron internándose en el bosque de tilos mientras el sol ascendía sobre ellos. Pratti rompió el silencio.

-¿Para qué me vino a buscar?

   El Coordinador resopló y miró a la distancia.

-Decimos que el Sol sale, se pone, avanza, asciende, y en una época se pensaba que era así, pero nosotros sabemos que es mentira, que la que se mueve es la Tierra y todos los planetas. ¿Sabe que quiere decir eso?

-No me está respondiendo la pregunta. ¿Vino a ayudarme o me va a pegar un tiro de una vez?

-A su tiempo, a su tiempo- respondió ambiguamente el Coordinador- Usted tampoco respondió la mía, pero desde luego no esperaba que lo hiciera: quiero decir que todo lo que sabemos puede ser una mentira, y lo que pensamos de la historia en realidad está cambiando siempre.

-Esto… ¿estamos en un experimento científico?

-No, camarada Pratti, a usted y a mí nos exiliaron. Y con justa razón. Pero podemos sacarle un provecho científico si quiere.

En ese momento llegaron a un arroyo y se detuvieron a recargar la cantimplora que llevaba el segundo exiliado.

-La verdad es que su supervivencia allá en Lídice fue un error. Y yo soy responsable, al fin y al cabo elegí el destino, supervisé el envío, y seguí su recorrido través de nuestro satélite. Claro, nos desorientó cuando se sacó la ropa que le dimos, pero no crea que no le injertamos cualquier cantidad de juguetitos en el cuerpo- el supervisor le mostró unas cicatrices en distintas partes de su piel -  A todos nos ponen…

Pratti reconoció las mismas marcas en el suyo. Sintió un poco de lástima por ese hombre que había arrastrado, sin quererlo, a su propia condena.

-¿Y porqué tampoco se murió allá usted?-Le preguntó. El Coordinador se encogió de hombros.

-Repasé esta masacre varias veces. Tenemos registrada cada paso de la invasión, cada recorrido de las tropas, todos los puntos donde mueren las víctimas… además, no me faltan amigos del otro lado. Junto a mí, vino todo el equipo necesario para un escape básico. Y algunos regalos para uso personal, recuerdo de amigos y colegas del Comité, para alimentar los vicios un tiempito más.

Sacó de nuevo los cigarrillos y, esta vez, le convidó a su compañero. Pratti aceptó, entusiasmado. No era frecuente el consumo de tabaco en los días en que le tocó nacer.

-Así que pude escaparme sin mucha dificultad. Un par de soldados se me cruzaron en el camino, pero les disparé. Ignoro si están muertos.

Victor Pratti disfrutó, tosiendo, su primer cigarrillo. Arriesgó una confesión, la segunda de su vida:

-Yo he matado un hombre- También era la primera vez que usaba ese pretérito: se sentía solemne con su cigarrillo, así que se permitió el tiempo compuesto.

-Si, lo registramos. Algo lamentable. Si sólo hubiera sido un escape, tal vez hubieran minimizado los cargos en mi contra durante el juicio por negligencia. Pero bueno, ya sabemos cómo son de exigentes los del Comité con las alteraciones temporales… quizás ese soldado hubiera muerto de todas formas en batalla, o quizás alguien se quedó sin abuelo. No sé, no revisé.

  Aún los obreros casi analfabetos como Pratti tenían muy presente, por la sobre exposición mediática, los riesgos de paradojas temporales y el peligro de alterar la continuidad histórica al viajar por la línea temporal. Fueron el tema de moda en su momento. La población creía saber sobre eso, de la misma manera en que el vulgo medieval creía saber que andar en barco acarrea las fatalidades de terminar en la boca de un endriago, ser seducido por sirenas, o por qué no caerse del mundo plano en que vivían, al navegar las aguas que desembocan en el borde del abismo.

   No faltaban, claro, los que sostenían que cualquier cambio era imposible, que la línea del tiempo no podía sufrir variaciones por, dicho mal y pronto, alguna clase de orden cósmico que se encargaba de mantener cada hecho en su lugar. Pero esas posturas ya rozaban lo esotérico, doctrinas que no gozan de mayor crédito en la gente de nuestra época.

De todas formas nadie quería arriesgarse a comprobarlo. “Y ese es el problema con el Comité” le confesó el Coordinador a Pratti, ya preparando un almuerzo, pues el mediodía había llegado.

“Se piensan que si alguno interactúa demasiado en algún viaje, puede aplastar la mariposa que inspire a Shakespeare un soneto…y, seamos sinceros: ¿Qué porcentaje de la humanidad ha leído los sonetos de Shakespeare? ¿Cuántos han leído sus obras competas? ¿Qué cantidad de personas en el total del mundo ha leído siquiera una obra entera de ese autor, del que además durante siglos se ignoró su verdadero nombre y su verdadera producción?- El coordinador se llenaba la boca con palabras y comida al mismo tiempo, con lo cual a veces se tragaba pedazos de frase y lanzaba trozos de alimento- Se lo voy a decir, compañero Pratti: una cantidad ínfima, menos que ínfima. Y eso sería “afectar la historia de la Tierra”…  permitime (no sé si puedo tutearlo, amigo Pratti) pero dejá que me atragante con este almuerzo a carcajadas,  pensando en el egocentrismo propio de la humanidad, que cree que algo tan lejano le puede afectar a un individuo… ¿Acaso los Españoles se preocuparon de cómo los modificaban milenios de historia Maya al invadirlos? ¿De verdad el número de emperadores antes de Hirohito significó algo cuando les lanzaron las bombas atómicas, o hubiera dado lo mismo que sus antepasados fueran diez o diez mil a la hora de rendirse?

El Coordinador hizo una pausa para liquidar su plato de legumbres antes de pasar a la fruta. Victor Pratti comía despacio, para no terminar antes que su interlocutor. Al fin y al cabo, el almuerzo lo había llevado él, y no quería ser descortés. Lo entendía, o creía entenderlo.

“La historia, te digo, es una gran mentira que igual se cambia sola, sin que la ayuden mucho. Hace miles de años, Troya era un mito, hasta que la desenterraron. Por siglos la identidad de Jack el Destripador fue un acertijo, y durante décadas se creyó que el primer alunizaje fue real. ¿Qué verdad vivieron entonces todos esos contemporáneos, y por qué nuestra versión es más cierta que la suya? Y el olvido… ya la memoria individual es falible con nombres y caras familiares… ¿Quienes recuerdan colectivamente a los mejores poetas, no digo del Egipto Faraónico, digamos de la Sudáfrica decimonónica, si es que los hubo? ¿De haber muerto ellos antes de recitar una palabra, cambiaría su ausencia el curso de todas nuestras vidas? ¿Nos modificaría en algo? Te respondo sinceramente, estimado Pratti: no cambiaría nada. Menos que nada.
En ese punto de su ya absoluto monólogo, el Coordinador deja su postre y da por terminado el almuerzo. Comenzó a servir un licor digestivo que Pratti, que había terminado de comer hacía rato, agradeció para sus adentros: la monotonía de los argumentos escuchados le había hecho doler la cabeza y alterado el estómago. 

El ex Coordinador y actual exiliado volvió a la carga, ya más tranquilo, sosteniendo su copita en la mano.

“Muy pocos hechos que cambian pueden lamentarse. Si no se hubiera pintado la Gioconda, tendríamos en su lugar otro arquetipo de sonrisa. De haberse cancelado la filmación de El Padrino, no nos faltaría un estereotipo de mafioso en nuestro imaginario. De haberse ganado Waterloo, usaríamos otra metáfora para hablar de la derrota. La humanidad es práctica, y si está necesitada de reemplazos toma lo que hay a mano o alguien se lo vende según su conveniencia. Si los soldados que nos persiguen no siguieran a Hitler, algún otro Führer sería el monigote de las corporaciones que manejan la guerra a escala industrial… y no lo digo por un mero mistisismo… esas doctrinas por fortuna están desacreditadas en nuestra época…

   Pratti aprovecha una pausa para aclarar sus pensamientos:

- Por haberme mandado acá, puedo haber dejado una viuda o algún huérfano. A lo mejor a la larga para el mundo es lo mismo, pero no creo que a ellos les dé lo mismo que haya matado o no a ese tipo.

- Haceme caso, ese soldado era un ser anónimo. Uno de tantos que vive rutinariamente hasta que se muere, como la gran, gran mayoría de los seres de este mundo. Perdón por el ninguneo, pero según vi en los registros, nadie va a notar mucho su ausencia, como no va a ser notoria la suya ni la mía.

-Pero… esta mañana me dijo que no había revisado eso. ¿O no me dijo eso?

El coordinador se puso incómodo, descubierto en su mentira. Pratti se descargó:

-No me molesta si me toma por estúpido, sé que me falta educación porque no entiendo ni la mitad de las cosas que usted dice. Pero no se haga el estúpido usted: ¿qué cosa no me está diciendo, o qué quiere esconder entre tanta charla?

El coordinador se acomodó sobre un montón de hojas caídas, y señaló la bolsa de dormir que había traído.

-Mejor recuperamos fuerza primero, y después vemos esas respuestas. Podés dormirte una siesta si querés, a la noche vamos a dejar el bosque y caminar bastante.

El descanso fue oportuno. El Coordinador no durmió, y Pratti intentó permanecer despierto pero finalmente el cansancio lo venció. Antes de que lo gane el sueño, pensó como nunca, analizando su situación y organizando preguntas que antes no había tenido en cuenta.

Cuando despertó, el Coordinador las satisfizo.

“Siempre supimos que hay cambios en los registros. El satélite está constantemente regrabándose, en general detalles ínfimos… pero cada tanto un viajero modifica algo notorio. Y alguien paga los platos rotos.

-¿Cómo saben de esos cambios?

-Ningún registro del satélite se borra, mejor digamos que la información se sobre-escribe. Pero quedan fantasmas en la cinta, resabios, al igual que en la memoria de algunas personas chocan dos datos diferentes sobre un mismo hecho… los Coordinadores metódicos ignoran esas incongruencias, se concentran en el archivo canónico… y el Comité se preocupa de las variables cuando salta a la luz una que pueda usarse políticamente: por ejemplo, para despedir un Coordinador.

-O enjuiciarlo…

-O enjuiciarlo, si. Yo aprendí a revisar los archivos obsesivamente. Un compromiso con la profesión que heredé de mi padre. Ya te había dicho algo de él. También fue Coordinador, ¿sabés? Lo recuerdo agotando los registros, siempre buscando los referentes al fútbol. También te hable de eso… en este siglo veinte hubo varios jugadores que, según él, representaron el equilibrio entre la perfección técnica y el salvajismo temerario. Esa combinación le encantaba. Yo nunca lo entendí… en mis recesos escolares me llevaba a su trabajo durante sus horas extras, pero me dejaba olvidado y pasaba horas frente a las pantallas disfrutando los tantos anotados por cada equipo. Así, distante, me generaba un respeto casi religioso.
Pero cuando me nombraron coordinador, usé el registro para observar eventos completamente diferentes. No pudo transmitirme esa fascinación.
Excepto el día que descubrió a su jugador favorito. Dicen que cuando un lector  descubre a su autor preferido, no puede abandonar el libro. Así le pasó a mi padre con ese deportista ya perdido en el tiempo y el espacio… era de un país sudamericano que para nosotros ya es parte del Nuevo Imperio del Brasil. Ese día no pudo desprenderse de la pantalla, viendo el desempeño de su ídolo, del que doy fe que fue magistral: en pleno éxtasis, mira alrededor como pidiendo testigos de lo que estaba viendo… y por primera vez me vio ahí cerca suyo. Me acuerdo que me subió a sus hombros y vimos juntos algunos encuentros. Gritamos los tantos y coreamos el nombre. Seguimos sus campañas durante varios días. Fue la única vez que compartí algo con él. La semana siguiente retomé las clases, y él murió ese mismo año. Lo enterraron, por pedido suyo, con una camisa azul y celeste. Años más tarde verifiqué que fueran los colores con los que jugó muchas veces su ídolo, representando a su país.

-A mi padre nunca lo conocí- Comenta Pratti, para llenar la pausa dejada por el otro- Me gustaría tener algún recuerdo como el tuyo.

-¿Haría lo posible por tenerlo?

-Tampoco tanto.  

-Bueno, yo sí, o al menos para conservarlo. Desde que usted, señor Pratti, cometió la imprudencia de sobrevivir a su condena, una precisa maquinaria se puso en marcha, y por diferentes circunstancias quizás azarosas usted ha cambiado el curso de la historia.

-Ese hombre que maté…

-Ya le digo que ese don nadie me tiene sin cuidado - El coordinador desenfundó, finalmente, el arma que llevaba escondida- Me preocupa más lo que hará de ahora en adelante… cuando viviendo fuera de su época provoque, entre otras cosas, que el futbolista que admiraba mi padre nunca llegue a la fama. Y por lo tanto, arruinando los únicos momentos que compartimos juntos. 

Victor Pratti, violador confeso, convicto por su crimen, condenado a exilio temporal y técnicamente ejecutado, se incorporó lentamente. Su miedo a la muerte, ya casi diluido, volvía a él intensamente.

-¿Nunca te hicieron ese juicio, no?

El Coordinador le apuntó con el arma.

-Tal cual. Viene a buscarlo voluntariamente.  

Ya estaba anocheciendo, y comenzaron a caminar, uno detrás del otro, hasta los límites del bosque. El 
Coordinador dio sus últimas explicaciones.

-Luego del preciso momento en que lo puse a usted en este siglo, noté la ausencia de ese jugador en los registros. Me pasé algunos años verificando el cambio, poca cosa en la historia universal: un ídolo nacional menos, nacido en la miseria de una nación tercermundista también condenada a desaparecer en el olvido, más tarde o más temprano, como cualquier otro pueblo y todos sus ciudadanos, ilustres o no.

-Pero para vos es importante, tanto como para venir a buscarme…

-Usted lo dijo, Pratti: “A la larga, para el mundo puede ser lo mismo”, pero para mí no. En los archivos quedan apenas vagas imágenes borroneadas de lo que le cuento, pero que me hacen acordar a un momento que técnicamente no pasó jamás. Mi padre murió sin dirigirme nunca su atención, y prefiero condenarme a pasar el resto de mi vida en este siglo pero mantener ese pasado vivo.

El Coordinador se sonrió. Encendió su último cigarrillo sin dejar de apuntarle.

-Le debo la cena, Pratti. El Sol se puso, y un viejo precepto aristotélico me obliga a terminar con este drama.

   El apuntado decidió en ese momento que, más que morir, odiaba la idea de ser asesinado por un hombre que hablara de esa forma. El Coordinador, con un gesto abrupto, se saca el cigarrillo de la boca y se lo alcanza a su víctima.

-Mejor no enviciarme. Si me cuido, puede ser que dentro de unas décadas llegue a ver en persona cómo juega el ídolo de mi padre. 

   Pratti da una última pitada al cigarrillo, y adivina el disparo en el momento en que suelte la colilla. Al hacerlo, salta a un costado y siente la bala reventándole la oreja izquierda. Sangrando, se arroja sobre su enemigo y, luego de un forcejeo confuso, logra quitarle el arma y vaciarle en el pecho el cargador.

   El Coordinador no volvió a levantarse.

   Previsiblemente, entre su equipaje había un botiquín bien provisto. Con la cabeza vendada, Pratti se arrastró hasta un poblado cercano, ocupado por los alemanes, donde perdió el sentido. Por su uniforme gozó de la mejor atención posible en el hospital, de donde eventualmente pasó a Praga, luego a Berlín, y en plena huida de los jerarcas nazis consiguió subir a un barco con destino a algún país neutral de América del Sur.


FIN



Cásper Uncal, La Plata, 10 de Septiembre de 2015 

domingo, 26 de octubre de 2014

EL TEMPLO- Cantar de CiudaPueblo (locaciones)

de Casper Uncal

Una vez fue una alta construcción de piedra
Que sirvió de punto de encuentro a los fieles
De una noble doctrina devenida en secta,
Con su campanario en la torre elevada,
Y profundas criptas de intrincadas redes.

Pasó tanto tiempo casi abandonada
Que muchos la usaron como fortaleza
Reclamando sus salas, patios y aposentos
Para sus rituales, sus cultos y fiestas
(diferentes credos sin propia morada)
Y grupos armados sin asentamiento
Que se sucedían en enfrentamientos:
Su estandarte izaron en el campanario
(algunos por meses, otros varios años)
Cambiando el escudo como cambia el viento.

Los cantos y coros de monjes y monjas
Se elevan a  veces llenando el silencio,
Y a veces es turno de escuchar espadas
Chocando en combates o en adiestramientos.
O si no resuena el martillo en la forja,
Si es sede de artífices de cualquier Gremio.

Saqueadores, piratas y fugitivos,
Mercenarios, desertores y bandidos:
Diferentes tipos de aventureros
Que dejaron allí tanto olor a sangre
Que fue necesario que limpien los suelos
Fregando la madera con vinagre.

Un secreto esconde entre las sepulturas
Detrás de una enorme roca circular
Que tapa un agujero en los muros de tierra
Donde una inscripción de difícil lectura
Dice al que las letras pueda descifrar

Este lema: “somos el escudo de piedra”