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viernes, 18 de abril de 2014

de Daniel Schechtel

(se abre el libro)
Había una vez un joven que se sentó en el banco de un parque, abrió un libro y se dispuso a leer un cuento que decía:
"había una vez un joven que se sentó en el banco de un parque, abrió un libro y se dispuso a leer un cuento"
y el joven miró a su alrededor por si acaso alguien se estuviera riendo de él, y retomó su lectura:
"había una vez un joven que se sentó en el banco de un parque, abrió un libro y se dispuso a leer un cuento que decía había una vez un joven que se sentó en el banco de un parque, abrió un libro y se dispuso a leer un cuento y el joven miró a su alrededor por si acaso alguien se estuviera riendo de él"
 y acá se sobresaltó tanto que emitió un silbido de sorpresa y admiración que una joven oyó unos pasos más allá, y retomó su lectura:
“Había una vez un joven que se sentó en el banco de un parque, abrió un libro y se dispuso a leer un cuento que decía: había una vez un joven que se sentó en el banco de un parque, abrió un libro y se dispuso a leer un cuento y el joven miró a su alrededor por si acaso alguien se estuviera riendo de él, y retomó su lectura: había una vez un joven que se sentó en el banco de un parque, abrió un libro y se dispuso a leer un cuento que decía había una vez un joven que se sentó en el banco de un parque, abrió un libro y se dispuso a leer un cuento y el joven miró a su alrededor por si acaso alguien se estuviera riendo de él, y acá se sobresaltó tanto que emitió un silbido de sorpresa y admiración que una joven oyó unos pasos más allá”
Entonces se le pusieron los pelos de punta, porque el libro adivinaba todo. Con curiosidad y algo de miedo, reinició su lectura:
“Había una vez un joven que se sentó en el banco de un parque, abrió un libro y se dispuso a leer un cuento que decía: había una vez un joven que se sentó en el banco de un parque, abrió un libro y se dispuso a leer un cuento y el joven miró a su alrededor por si acaso alguien se estuviera riendo de él, y retomó su lectura: había una vez un joven que se sentó en el banco de un parque, abrió un libro y se dispuso a leer un cuento que decía había una vez un joven que se sentó en el banco de un parque, abrió un libro y se dispuso a leer un cuento y el joven miró a su alrededor por si acaso alguien se estuviera riendo de él, y acá se sobresaltó tanto que emitió un silbido de sorpresa y admiración que una joven oyó unos pasos más allá. Entonces se le pusieron los pelos de punta, porque el libro adivinaba todo”
y el joven levanto la vista sin poder creerlo y se le escapo un "la que lo tiro" y se percato de que la chica también estaba leyendo sentada en el otro banquito y se obligo a retomar la lectura:
“Había una vez un joven que se sentó en el banco de un parque, abrió un libro y se dispuso a leer un cuento que decía: había una vez un joven que se sentó en el banco de un parque, abrió un libro y se dispuso a leer un cuento y el joven miró a su alrededor por si acaso alguien se estuviera riendo de él, y retomó su lectura: había una vez un joven que se sentó en el banco de un parque, abrió un libro y se dispuso a leer un cuento que decía había una vez un joven que se sentó en el banco de un parque, abrió un libro y se dispuso a leer un cuento y el joven miró a su alrededor por si acaso alguien se estuviera riendo de él, y acá se sobresaltó tanto que emitió un silbido de sorpresa y admiración que una joven oyó unos pasos más allá. Entonces se le pusieron los pelos de punta, porque el libro adivinaba todo. Con curiosidad y algo de miedo, reinició su lectura: había una vez un joven que se sentó en el banco de un parque, abrió un libro y se dispuso a leer un cuento que decía: había una vez un joven que se sentó en el banco de un parque, abrió un libro y se dispuso a leer un cuento y el joven miró a su alrededor por si acaso alguien se estuviera riendo de él, y retomó su lectura: había una vez un joven que se sentó en el banco de un parque, abrió un libro y se dispuso a leer un cuento que decía había una vez un joven que se sentó en el banco de un parque, abrió un libro y se dispuso a leer un cuento y el joven miró a su alrededor por si acaso alguien se estuviera riendo de él, y acá se sobresaltó tanto que emitió un silbido de sorpresa y admiración que una joven oyó unos pasos más allá. Entonces se le pusieron los pelos de punta, porque el libro adivinaba todo, y el joven levanto la vista sin poder creerlo y se le escapo un "la que lo tiro" y se percato de que la chica también estaba leyendo sentada en el otro banquito y que había levantado la cabeza sorprendida”
y acá el muchacho abrió los ojos como dos platos y se quedo duro, sintiendo los ojos de la joven que lo penetraban desde el costado. Así que se concentro e intento releer:
“Había una vez un joven que se sentó en el banco de un parque, abrió un libro y se dispuso a leer un cuento que decía: había una vez un joven que se sentó en el banco de un parque, abrió un libro y se dispuso a leer un cuento y el joven miró a su alrededor por si acaso alguien se estuviera riendo de él, y retomó su lectura: había una vez un joven que se sentó en el banco de un parque, abrió un libro y se dispuso a leer un cuento que decía había una vez un joven que se sentó en el banco de un parque, abrió un libro y se dispuso a leer un cuento y el joven miró a su alrededor por si acaso alguien se estuviera riendo de él, y acá se sobresaltó tanto que emitió un silbido de sorpresa y admiración que una joven oyó unos pasos más allá. Entonces se le pusieron los pelos de punta, porque el libro adivinaba todo. Con curiosidad y algo de miedo, reinició su lectura: había una vez un joven que se sentó en el banco de un parque, abrió un libro y se dispuso a leer un cuento que decía: había una vez un joven que se sentó en el banco de un parque, abrió un libro y se dispuso a leer un cuento y el joven miró a su alrededor por si acaso alguien se estuviera riendo de él, y retomó su lectura: había una vez un joven que se sentó en el banco de un parque, abrió un libro y se dispuso a leer un cuento que decía había una vez un joven que se sentó en el banco de un parque, abrió un libro y se dispuso a leer un cuento y el joven miró a su alrededor por si acaso alguien se estuviera riendo de él, y acá se sobresaltó tanto que emitió un silbido de sorpresa y admiración que una joven oyó unos pasos más allá. Entonces se le pusieron los pelos de punta, porque el libro adivinaba todo, y el joven levanto la vista sin poder creerlo y se le escapo un "la que lo tiro" y se percato de que la chica también estaba leyendo sentada en el otro banquito y que había levantado la cabeza sorprendida y acá el muchacho abrió los ojos como dos platos y se quedo duro, sintiendo los ojos de la joven que lo penetraban desde el costado. Así que se concentro e intento releer, y ella se acercó y se sentó a su lado, sonriendo, y dijo: "el mío decía "y leyó y leyó y leyó y leyó y leyó" hasta que vos lo interrumpiste. El muchacho, que leía todo esto, se sonrojó de vergüenza y ella lo palmeó suavemente en el hombro y le preguntó: "¿Vamos a vivir nuestra historia sin leerla?" Entonces el joven decidió-”

(se cierra el libro)

NUDITO

de Daniel Schechtel

Ven aquí
nudito,
menéate para deshacerte,
destensa tu embrollo en finura,
desestresa tu ropaje tenso.

Descarga el dolor del apriete,
ven y siéntate,
y deja chorrear tus piececitos
así se sueltan de tu vientre,
y se lamen las heridas
de este nudo que hiere.

Ven y acuéstate,
que solos se deshacen
los puños que te aprietan;
que las manos que te entrelacen
la próxima
se abstengan,
en el reguero en que te rehaces.

Ven caminando, lenta
y dolorosamente,
que en tu marcha suculenta
te desato con la mente.

Ven y muéstrame la llave
del candado de las manos,
ven y bébeme el jarabe,
el aceite que gestamos,
y entre roce y nudo viejo
que se deshace,
lloramos.

Ven que la caricia afloja,
es tu soga ya unos hilos,
tu gemir un canto fino,
bien finito que acongoja,
es un trino,
en una hoja.

Ven
que tu sombra se agrotesca,
se divide y pierde cuerpo,
mientras mi nudo desatas,
mientras nos amarra el viento.

Ven
nudito,
que acaso viniendo al mundo
te ataron de a pedacitos,
y para liberarte de a poco
debamos desatarnos,
deshilarnos,
despacito.

Ven,
que de a poco te desnudo.

Ven,
nudito,
que de a poco te desnudito.

Y desnudados y libres,
con la brisa

nos separamos.

EL RUIDITO

de Daniel Schechtel

Martina se despertó con un ruidito. O no. Se despertó. El ruido era como ese ruidito que todos ustedes alguna vez oyeron durante la noche. Es un sonido indescriptible porque también es insondable, al menos en principio. El ruido se repitió. Martina paró la oreja y esperó. Si se repetía se había decidido asustarse. Y se repitió una tercera vez así que Martina, que era cumplidora, se asustó. Se incorporó levemente en la cama para prestar ambos oídos al ruidito. Podría haber sido cualquier cosa: un mosquito zumbando, el golpe contra la alfombra de uno de esos bichos aterradoramente grandes que uno encuentra en el peor momento y lugar, el chasquido de una ramita, el rozar de la hojarasca sobre el asfalto allá afuera. Martina no sabía si el sonido provenía de afuera o de adentro. Era de esos ruidos que uno no está seguro siquiera si se produjo o si uno se lo ha imaginado, porque suena como omnipresente, con un reverberar que no termina de decirte si está en tu mente o ahí afuera, por ahí, como cuando querés que suene el celular con el mensajito de alguien y escuchamos el ringtone a cada rato, y ya no sabés cuándo suena y cuándo es tu imaginación. Martina se concentró e intentó no moverse, para no opacar el sonido. Y el sonido no volvía y Martina, paradójicamente, más se desesperaba. Había llegado al punto en el cual ya no estamos tranquilos con nada, porque si el ruidito no se repite más, pensamos que no lo hace porque estamos atentos a él, y empezamos a pensar que capaz es alguien o algo que se movía mientras dormíamos y que una vez que nos vio despiertos se quedo expectante, inmóvil. Y si el ruidito se repite nos sigue carcomiendo la ansiedad y la incertidumbre de no tener la más remota idea de de dónde proviene. Qué curiosos que somos, que si no tenemos la respuesta no nos quedamos tranquilos. Pero más vale que algunos dicen "bah la persiana esta que hace unos chasquidos con el vientito" y otros "seguro es un bichito que anda saltando por ahí" y no falta el que dice "qué me importa si es un ladrón, si me roba que me robe, yo quiero dormir". Ahora que lo pienso estamos ante posiciones filosóficas gnoseológicas interesantes. O explicamos el fenómeno con nuestra creencia, o lo ignoramos o buscamos la manera de descubrir de dónde viene. Lo primero se llamaría dogmatismo o algo semejante, lo segundo una especie de escepticismo o nihilismo quizá, y lo último es la postura científica positivista o iluminista o algo de eso. A Martina no le gusta la filosofía así que llamó al 911. Avisó que había ruidos raros en la casa y que fuera alguien. Lo que más la aterró fue que mientras hablaba con el agente de policía el ruidito se volvió a repetir, casi como advirtiéndola.
Yo les voy a contar un secreto: esos ruiditos que escuchamos de noche no están ahí. Son de nuestra cabecita y nos sirven como excusa para poder hablar con alguien más. Porque los escuchamos cuando estamos solos. Porque dudamos cuando estamos solos. Entonces podemos correr a la otra habitación y compartir la cama con nuestro hermanito o hermanita, o llamar a mamá… o a papá, para encontrar en su voz una desgrabación de infancia añorada, o llamarlo a él, a ella, y sentirse un poco tonto y un mucho querida. O incluso llamar al tío, al primo, a la cuñada, a la vecina, al compañero, a los abuelos (a los dos porque si no uno de los dos siempre se enoja), a las amigas, a la suegra, a la policía, a los bomberos, al intendente… bueno, por ahí a la suegra no. Podemos, porque ese ruidito nos da la licencia. Después sí, encontramos una explicación que ni nos interesa: la cortina, la puerta que cruje, el calefactor, terminamos matando un mosquito que no tiene nada que ver, y bueno.
Por eso, mientras tengamos quién nos dé unas palabritas de aliento, mejor sigamos oyendo ese ruidito infantil.

Ah, y lo de Martina al final fue un secuestro de dos días, pero ya está todo bien, ella está a salvo.

viernes, 14 de marzo de 2014

SINMANOS

de Daniel Schechtel

Existen muchos mundos como éste, pero con una diferencia. Es decir, cada mundo es igual a éste pero tiene algo cambiado, una ligera modificación. Y en el mundo del que les voy a hablar ahora pasa lo siguiente: la gente no tiene manos. Sí, pero no es que por el darwinismo y que toda la historia y que nunca tuvimos manos y NO. Así de golpe, un día, la gente amaneció sin manos. Se les habían podrido las manos. Y estaban los que se pusieron a pensar el problema pero no pudieron rascarse la cabeza, y ni hablar de los que se toman de la pera, de la barbilla, o los que se ponen los dedos en las sienes. Así que para mostrar que pensaban entrecerraban los ojos así, o miraban para arriba, y nunca faltaba el gaucho incauto que se arrimaba y preguntaba "¿va a llover?". Y el otro medio arrebatado que respondía "¿no ve q estoy pensando?". El gaucho lo miraba fijo... "No". La juventud, sobre todo los muchachos, estaban aterrados y desesperados… no me pregunten por qué, y ya pensaban que no tener manos era un castigo divino. Los mancos se cagaban de risa: "ah ¿vieron lo feo que es?", chochos estaban. Los religiosos no podían rezar porque no podían juntar manos para implorar por la clemencia del todopoderoso. Los arqueros de fútbol empezaron a entrenar para atajar con los pies, como el escorpión Iguita. Los tipos que ya usaban los pies como manos se volvieron indispensables maestros y pusieron escuelas y academias. La gente que se comía las uñas se empezó a comer los brazos. Se dejó de viajar a dedo. Los reflexólogos y las reflexólogas (esto es, la gente que se dedica a hacer masajes) se cagaron de hambre. El dicho "manos a la obra" se volvió una tomada de pelo, un chiste típico. Los que seguían pensando seguían pensando nomás porque no tenían cómo escribir las ideas. Los desubicados ya no podían tocar el culo de nadie. Los que mejor y más rápido aprendieron a usar los pies dicen q fueron los q se comían los mocos... no sé por q habrá sido. Yo estaba en mi casa riéndome del boxeo del tenis del golf del paddle del dominó y de la pulseada china cuando entró mi hijita de 7 años y me miró a los ojos, preocupada, al borde de las lágrimas.
—Papá —me dijo.
—¿Qué, hijita? —le pregunté fingiendo interés y empatía. En la televisión justo mencionaban a Perón como un profeta de esta calamidad, y mis comisuras luchaban por no oblicuarse.
—No puedo acariciar a Boby —dijo temblando. Boby era su osito de peluche. Yo me sonreí ante su puericia y su ingenuidad, su falta de mundo, su reducida visión de las cosas. Me agaché frente a ella y apoyé mi brazo en su hombro.
—No pasa nada, amor, todavía podés mirarlo y decirle que lo querés —le dije sonriendo. Pero me miró destrozada y una lágrima rodó por su mejilla. Abrió la boca y tembló.
—¿Y vos cómo hacés para acariciar a mamá? —preguntó, y me borró la sonrisa al instante. La miré fijo y un escalofrío me recorrió la espalda. Entonces, quise abrazarla, aferrarla, asirla, quererla, pero no pude menos que aguantarme el llanto que empujaba desde la garganta por salir, y en silencio me di la vuelta y me senté en el sillón.

Entonces, lloré, y de pronto quise tener manos para esconder tanta vergüenza.
de Daniel Schechtel

pero más vale que los días se duermen, como se duermen los hospitales o las comisarías o los veinticuatro, como si no se durmieran las veinticuatro horas del sol y la luna o las comisuras de tus labios cuando te dormís; se duermen porque no hay quien los despierte, como nos pasa a nosotros con el tiempo o la alarma o el brazo del amante que nos golpea sin querer al moverse en sueños o el beso de nuestra mamá o el televisor del vecino o el bocinazo de la calle; pero los días se duermen en el irrelevante acontecer de lo ya pasado, de lo recordado, en el trasegar de la memoria embebida en recuerdos de copas violetas del vino que no se quita y los billetes del bolsillo doblados sobre la mesa bajo los anillos que te quitaste para no lastimarme con cada caricia; pero se duermen, y no hay nada que los despierte en tanto leas los carteles al revés y mires por el retrovisor porque cuando las cosas despiertan es cuando las cosas van a cambiar y nuestros días no cambiaban ni cambian en el bocinazo que nos despierta porque ya no es el brazo ni el beso o el estornudo de dormir tan poco entre películas francesas y amaneceres de locura cafeinística y bramidos de toro sobre colchones empapados de perfumes que surcan las espaldas mojadas de los ensordecedores chapidos de la fricción póstuma a esa mirada, la mirada que nos penetra y nos envuelve y nos transporta como si empaquetáramos una cajita y la arropáramos con cinta y papel para proteger ese cosito que lleva adentro que al final no importa tanto como la caja que tan linda se la ve porque tanto nos hemos esmerado porque se cuide y no se pierda o se rompa o se caiga y será eso ahí adentro que cuidamos lo que se llama amor o relación o la palabrita que se elija para mantener un algo en el aire como un puente sin sogas o los cables que van y vienen sin saber de dónde o hacia qué lugar, y surcan los aires las llaves que vuelan de balcones y las risas tras la puerta ante el golpe de contraseña y de vuelta las miradas pero los días duermen, amor mío, y tras ellos se esconde la vida decían algunos, como atrás de la almohada están los sueños dicen esos algunos también creyendo siempre en algo atrás, siempre atrás, y por eso te miro los ojos buscando la nuca, pero nunca desde atrás sino como esos algunos que miran la almohada esperando el debajo sin verdaderamente mirarlo, acaso por miedo a no hallar más que pelusas y cabellos de amantes pasadas o sólo por nobleza o quizá por esa mística que nos invade al pensar que detrás de los días está la vida, y por eso es que agarro el calendario y lo escribo para hallar detrás de cada número el significado del transitar por un cartón con papelitos pegados a la manera de heladera con imanes y muebles con recordatorios, como si no recordáramos calar esos cigarros en las tardes de vuelo de palomas y pintura cayéndose a pedazos, y me río ante la mera idea de escribir en el papelucho arrugado que sobra de algún recadito o de algún envoltorio con esa lapicera que da vueltas por la vida porque Marcela se la olvidó en lo de Juan y Gastón me la trajo con Paula para que se la olvidara Laura en casa, Laura la otra amante y ahora la tuvieras vos en la mano y yo me ría por las cosas de la vida y si te dijera, si te dijera que esa lapicera, que de dónde viene, pero no te digo porque no te puedo decir todo porque todo viene de muy lejos y quizá por miedo a ir muy atrás, a dormirme como se duermen los días, y me río pensando en escribir qué recordar como si no tuviera suficiente con las ganas de salir a tomar una cerveza bajo las estrellas naranjas de esta ciudad eléctrica y de rodear con mis brazos el espacio que desaloja tu cuerpo y o también capaz quizá puede ser porqué no cantar las canciones que te hacen sonreír para que se oblicue la voz y se caiga el sentido porque con la música se cae todo sentido y los días se despiertan y para qué los recordatorios entonces si no me olvido de decirte que no nos digamos nada mientras dure ese ratito porque cuando se lo corporiza en verbos en primera persona se los eterniza en un calco en un molde en un modelito que se arma y se guarda y se archiva y se olvida y al final todos los momentos tienen ese mismo nombre y los días así se aburren y se vuelven a dormir, pero nosotros no queremos más cerveza, y ya los cigarros me sacan, así que me voy, amor, nos veremos cuando el día florezca canciones que me muestren lo que hay atrás de los días, según algunos.