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viernes, 18 de abril de 2014

YO SÉ LO QUE ESCUCHÉ

de José Lombardo

Yo sé lo que escuché, porque suelo prestar mucha atención a los ruidos de la silenciosa noche para evitar que algo me asuste. Mis papás me dijeron que no tenía que tener miedo, que lo único que podía haber era algún gato paseando por el techo o la vecina bajando y subiendo las escaleras de su casa. Pero aún así, cuando tengo que salir a la larga y oscura galería, voy corriendo de tecla en tecla, prendiendo todas las luces hasta llegar a la heladera de la cocina, para tomar un vaso de agua y repetir mi maratón al volver.
No es que sepa que hay algo detrás mío o que los fantasmas de los antiguos dueños acechan la casa, pero aún así tengo miedo. Yo sé lo que escuché. Por ejemplo, el electricista le contó a mi mamá que el chispear de las luces, prendiéndose y apagándose en la noche, se debe a una ligera corriente que queda en el circuito. Yo eso no me lo creo, no me lo creo y sé que es culpa de ese algo.
Lo llamo algo porque no sé lo que es. Pero yo sé lo que escuché. Una noche lo escuché como una corrida por el pasillo, de pies rápidos y ligeros, ansiosos. Otro día, recuerdo que mis papás encontraron por la mañana un vidrio roto de la ventana de la galería, pero lo justificaron diciendo que podría haber sido alguna piedra, una rama grande o simplemente que la casa es vieja y su estructura ya no es lo que era; pero yo sé que no fue nada de eso. Yo sé lo que escuché.
En una ciudad tan húmeda como esta, el ruido de la madera hinchándose es común en la noche, pero no es usual escucharla siendo arañada por unas horribles uñas. Yo sé lo que escuché.
Suelo escuchar los ronquidos de mis papás, también el de mi ya anciano perro, quien ya no escucha nada; hasta sé diferenciarlos entre sí. Pero todas las noches escucho una pesada respiración al lado de mi cama, que en nada se parece a las otras, es más fría, decadente y pútrida, porque yo sé lo que escuche.
Encerrado en mi habitación, con la luz de mi lámpara encendida, la cual es suficiente como para no tener miedo y al mismo tiempo no parecer que estoy despierto. Porque yo sé lo que escuché y no quiero que ese algo sepa que estoy despierto o dormido. Me tapo con mi frazada y espío con mi ojo izquierdo, porque yo sé lo que escuché.

No fueron mis papás, porque los escucho dormir; no fue mi vecina, porque el ruido vino de la galería; no fue un gato, porque sé que fue algo más terrible. Yo sé lo que escuché. ¡Otra vez! Otra vez escuché a ese algo golpear  tres veces a la puerta de madera de mi habitación. Yo sé que escuché a ese espeluznante caminante nocturno de gélido suspirar y desgarradoras uñas, que hace las luces chispear en la oscuridad. Yo sé lo que escuché y al mismo tiempo no quiero saber qué es lo que escuché.

4° PISO, D

de José Lombardo

El edificio, como muchos otros en la ciudad, se elevaba varios metros con una innumerable cantidad de departamentos internos, extensos pasillos e interminables escaleras. Un hermoso y extenso espejo decoraba la entrada del mismo y los ascensores seguían siendo aquellas rechinantes máquinas, con una débil iluminación y doble enrejado de metal.
Él estaba afuera, detrás de la gran puerta vidriada y con detalles en bronce, con una gran mochila cargada de libros y todavía subido a su vieja bicicleta. Luego de tocar tres veces el timbre del tercer piso, departamento D, esperó ansiosamente que le abrieran. Escuchó el traqueteo del mecanismo del ascensor deteniéndose y vió como Anita salía de este, jugando con el llavero. Con una gran sonrisa y cariñoso abrazo se saludaron. Mientras llevaban la bicicleta hasta el final del pasillo, él se quedó atónito cual chico curioso ante el infinito espejo; luego de dejarla subieron nuevamente al ascensor. La azulada luz titilaba levemente, se cerraron las puertas metálicas y presionó el botón del cuarto piso.
Este otro pasillo era más sencillo y angosto, con una escalera sobre la derecha que subía hacia la penumbra del piso superior. Entraron a través de la puerta de madera con una letra D en bronce sobre ella. Un intenso olor a salsa invadió el monótono pasillo que quedó atrás luego de que cerraran la puerta. La hermana de Anita, salió a saludar desde la cocina sosteniendo una cuchara de madera en su mano derecha. Él dejó su mochila sobre el sillón y se dejó caer por el cansancio sobre una silla de madera.
Después de charlas y risas típicas del encuentro, se dispuso la mesa para la cena. Llegó una gran fuente de humeantes fideos, con una  salsa boloñesa  con pollo y jamón que engordaba con solo mirarla. Mientras comían y continuaban la charla, él se detuvo un momento, extrañado por una extensa mancha de humedad que había en el cielo raso; esta iba en línea recta de punta a punta del departamento, pero luego volvió a la conversación sin darle mayor importancia a aquel detalle.
Ya con el estómago lleno, se sentaron en el reconfortante sillón negro de la sala para poder ver una película antes de terminar la noche. Anita se acomodó con los pies subidos al sillón y la cabeza apoyada sobre él, mientras que su hermana se fue directamente a dormir por un fuerte dolor de cabeza que tenía.
La película transcurría normalmente manteniendo a los dos jóvenes concentrados en la pantalla, encerrados en la oscuridad de la habitación. Hasta que un ruido les llamó la atención. La película se detuvo por si sola y del piso superior se escuchó claramente el correteo de dos pies pequeños que fueron hacia el fondo del departamento y nuevamente a la entrada, en una línea perfectamente recta. Él bajó la mirada y se cruzó con la de ella, quien, con la expresión de alguien acostumbrado al suceso, le dijo “En el piso de arriba no vive nadie”, lo cual le hizo palidecer recordando aquella mancha de humedad que había visto anteriormente.
Continuaron normalmente sin ningún otro ruido que los interrumpiera, pero él siguió tensionado, con muchas preguntas rondándole la cabeza y repitiéndose una y otra vez aquella frase “…no vive nadie”.
Luego de terminar la película, ya con el cansancio pesando sobre los ojos de ambos, decidieron que era momento de despedirse. Salieron nuevamente al pasillo, que albergaba una profunda oscuridad y ahora parecía haberse hinchado, crecido en tamaño. Mientras escuchaban el ruido del ascensor subiendo, él se detuvo a mirar la escalera que llevaba al piso superior, temiendo lo que podría haber al final de ella. Se abrieron las puertas, las luces azuladas volvieron a titilar amenazantes y pulsó el botón que los llevaría a la planta baja.
Al llegar, él fue a buscar la bicicleta caminando cada vez más pesadamente. La desató mirándola con desconfianza, extrañado, como si algo estuviera fuera de lugar o como si fuera otra bicicleta, diferente de la que había dejado esa misma tarde. Recorrió devuelta el pasillo, con Anita esperándolo al lado de la puerta. Pasó por delante de aquel espejo, sintiendo un fuerte escalofrío recorriéndole el cuerpo y no pudiendo resistirse a mirarlo. Se vió a si mismo sosteniendo lo que era su vieja bicicleta y cargando su pesada mochila, pero su rostro parecía más pálido, cansado, envejecido; sus ojos estaban hundidos y su mano derecha temblaba rápidamente. Se detuvo y se concentró en mirar en el espejo, sintió como si algo que no se reflejaba lo estuviera acompañando. Otra vez resonó en su cabeza aquél suspiro “En el piso de arriba no vive nadie”. Sacudió la cabeza queriendo sacarse aquella imagen y siguió caminando. Se despidió nuevamente de Anita, salió a la solitaria vereda y montó lo que todavía le costaba creer que era su bicicleta, saludando mientras se alejaba por la nocturna calle de la ciudad.

Anita volvió a su departamento y se recostó en la cama siguiente a la de su hermana, quien dormía profundamente. No sería hasta la mañana siguiente que se enterarían que en la cuadra siguiente a la de su edificio había ocurrido un trágico accidente automovilístico y que un joven que montaba una vieja bicicleta, cargando una gran mochila con varios libros, había muerto en el acto.

miércoles, 19 de marzo de 2014

ESPEJITO ESPEJITO

de José Lombardo

Giró siete veces a la izquierda y así lo hizo el resto. Giró siete veces a la derecha y los otros lo imitaron. Miró arriba y abajo siete veces, encontrando siempre su mirada con la de los demás. Cada detalle, cada imperfección, cada dedo, cada pelo, cada gesto y cada mueca eran reproducidos con extrema precisión.
Se vio rodeado de sus vacías réplicas, que copiaban sus movimientos, su pestañeo y su respirar. Se acercó a uno de sus tantos otros yo y quiso hablar, pero solo abrió y cerró la boca. No podía expresarse, no podía opinar, no podía maldecir, no podía hacer una carcajada, no podía suspirar, no podía ser escuchado y no podía callar.

Qué lástima que los reflejos no tengan voz.

EL NOMBRE DE LA CALAVERA

de José Lombardo

El gran arqueólogo Franz Shawman desenterró otra pieza del sitio de excavación, que parecía ser otro cráneo más. Lo limpio con mucha cautela con su cepillo y comenzó a observarlo detenidamente a la luz del intenso sol del desierto. Notó la desconcertante forma que tenía, casi hasta familiar. Sintió el impulso de tocarlo y analizar toda la superficie del casco óseo, mientras con la otra mano recorría su propio rostro. La posición y tamaño, los pómulos, la frente eran totalmente idénticos él, incluso tenía el colmillo superior derecho ligeramente partido al igual que el suyo. Giró la aterradora calavera y notó una marca en la parte trasera de la misma. El arqueólogo palideció al ver el nombre Franz Shawman, tallado en el endemoniado cráneo.

UNA LUZ EN LA OSCURIDAD

de José Lombardo


En la devoradora penumbra de la cueva, el muchacho creyó ver una luz que crepitaba a lo lejos. Agudizó la vista y pudo apreciar a lo lejos una antigua lámpara de aceite. Pensando que le sería de utilidad para continuar su travesía decidió ir a tomarla, pero al acercarse descubrió que aquel fuerte resplandor amarillento no provenía de la lámpara, sino de quien la sostenía.

EL FILO DE TODOS LOS MESES

de José Lombardo

Siento el frío acero pasando cerca de mi oreja, pero me mantengo firme en mi posición. Las cuchillas afiladas como dientes vibrando sobre mi cuello me estremecen. La navaja pasa rasante y las tijeras muerden veloces, desafiando mi integridad. Un viento huracanado y caliente azota mis ojos, pero este no logra desconcentrarme. Finalizando la proeza, un polvo blanco como la nieve golpea mi rostro. Mi enemigo termina satisfecho con su labor y yo estoy agradecido de haber sobrevivido otra vez.

Salgo por la puerta que entré, sabiendo que en el mes próximo tendré que volver a cortarme el pelo.