de José Lombardo
Yo sé lo que escuché, porque suelo prestar mucha atención a
los ruidos de la silenciosa noche para evitar que algo me asuste. Mis papás me
dijeron que no tenía que tener miedo, que lo único que podía haber era algún
gato paseando por el techo o la vecina bajando y subiendo las escaleras de su
casa. Pero aún así, cuando tengo que salir a la larga y oscura galería, voy
corriendo de tecla en tecla, prendiendo todas las luces hasta llegar a la
heladera de la cocina, para tomar un vaso de agua y repetir mi maratón al
volver.
No es que sepa que hay algo detrás mío o que los fantasmas
de los antiguos dueños acechan la casa, pero aún así tengo miedo. Yo sé lo que
escuché. Por ejemplo, el electricista le contó a mi mamá que el chispear de las
luces, prendiéndose y apagándose en la noche, se debe a una ligera corriente
que queda en el circuito. Yo eso no me lo creo, no me lo creo y sé que es culpa
de ese algo.
Lo llamo algo porque no sé lo que es. Pero yo sé lo que
escuché. Una noche lo escuché como una corrida por el pasillo, de pies rápidos
y ligeros, ansiosos. Otro día, recuerdo que mis papás encontraron por la mañana
un vidrio roto de la ventana de la galería, pero lo justificaron diciendo que
podría haber sido alguna piedra, una rama grande o simplemente que la casa es
vieja y su estructura ya no es lo que era; pero yo sé que no fue nada de eso.
Yo sé lo que escuché.
En una ciudad tan húmeda como esta, el ruido de la madera
hinchándose es común en la noche, pero no es usual escucharla siendo arañada
por unas horribles uñas. Yo sé lo que escuché.
Suelo escuchar los ronquidos de mis papás, también el de mi
ya anciano perro, quien ya no escucha nada; hasta sé diferenciarlos entre sí.
Pero todas las noches escucho una pesada respiración al lado de mi cama, que en
nada se parece a las otras, es más fría, decadente y pútrida, porque yo sé lo
que escuche.
Encerrado en mi habitación, con la luz de mi lámpara
encendida, la cual es suficiente como para no tener miedo y al mismo tiempo no
parecer que estoy despierto. Porque yo sé lo que escuché y no quiero que ese
algo sepa que estoy despierto o dormido. Me tapo con mi frazada y espío con mi
ojo izquierdo, porque yo sé lo que escuché.
No fueron mis papás, porque los escucho dormir; no fue mi
vecina, porque el ruido vino de la galería; no fue un gato, porque sé que fue
algo más terrible. Yo sé lo que escuché. ¡Otra vez! Otra vez escuché a ese algo
golpear tres veces a la puerta de madera
de mi habitación. Yo sé que escuché a ese espeluznante caminante nocturno de
gélido suspirar y desgarradoras uñas, que hace las luces chispear en la
oscuridad. Yo sé lo que escuché y al mismo tiempo no quiero saber qué es lo que
escuché.