de José Lombardo
El edificio, como muchos otros en la ciudad, se elevaba
varios metros con una innumerable cantidad de departamentos internos, extensos
pasillos e interminables escaleras. Un hermoso y extenso espejo decoraba la
entrada del mismo y los ascensores seguían siendo aquellas rechinantes máquinas,
con una débil iluminación y doble enrejado de metal.
Él estaba afuera, detrás de la gran puerta vidriada y con
detalles en bronce, con una gran mochila cargada de libros y todavía subido a
su vieja bicicleta. Luego de tocar tres veces el timbre del tercer piso,
departamento D, esperó ansiosamente que le abrieran. Escuchó el traqueteo del
mecanismo del ascensor deteniéndose y vió como Anita salía de este, jugando con
el llavero. Con una gran sonrisa y cariñoso abrazo se saludaron. Mientras
llevaban la bicicleta hasta el final del pasillo, él se quedó atónito cual
chico curioso ante el infinito espejo; luego de dejarla subieron nuevamente al
ascensor. La azulada luz titilaba levemente, se cerraron las puertas metálicas
y presionó el botón del cuarto piso.
Este otro pasillo era más sencillo y angosto, con una
escalera sobre la derecha que subía hacia la penumbra del piso superior.
Entraron a través de la puerta de madera con una letra D en bronce sobre ella.
Un intenso olor a salsa invadió el monótono pasillo que quedó atrás luego de
que cerraran la puerta. La hermana de Anita, salió a saludar desde la cocina
sosteniendo una cuchara de madera en su mano derecha. Él dejó su mochila sobre
el sillón y se dejó caer por el cansancio sobre una silla de madera.
Después de charlas y risas típicas del encuentro, se dispuso
la mesa para la cena. Llegó una gran fuente de humeantes fideos, con una salsa boloñesa
con pollo y jamón que engordaba con solo mirarla. Mientras comían y
continuaban la charla, él se detuvo un momento, extrañado por una extensa
mancha de humedad que había en el cielo raso; esta iba en línea recta de punta
a punta del departamento, pero luego volvió a la conversación sin darle mayor
importancia a aquel detalle.
Ya con el estómago lleno, se sentaron en el reconfortante
sillón negro de la sala para poder ver una película antes de terminar la noche.
Anita se acomodó con los pies subidos al sillón y la cabeza apoyada sobre él,
mientras que su hermana se fue directamente a dormir por un fuerte dolor de
cabeza que tenía.
La película transcurría normalmente manteniendo a los dos
jóvenes concentrados en la pantalla, encerrados en la oscuridad de la
habitación. Hasta que un ruido les llamó la atención. La película se detuvo por
si sola y del piso superior se escuchó claramente el correteo de dos pies
pequeños que fueron hacia el fondo del departamento y nuevamente a la entrada,
en una línea perfectamente recta. Él bajó la mirada y se cruzó con la de ella,
quien, con la expresión de alguien acostumbrado al suceso, le dijo “En el piso de arriba no vive nadie”, lo
cual le hizo palidecer recordando aquella mancha de humedad que había visto
anteriormente.
Continuaron normalmente sin ningún otro ruido que los
interrumpiera, pero él siguió tensionado, con muchas preguntas rondándole la
cabeza y repitiéndose una y otra vez aquella frase “…no vive nadie”.
Luego de terminar la película, ya con el cansancio pesando
sobre los ojos de ambos, decidieron que era momento de despedirse. Salieron
nuevamente al pasillo, que albergaba una profunda oscuridad y ahora parecía
haberse hinchado, crecido en tamaño. Mientras escuchaban el ruido del ascensor
subiendo, él se detuvo a mirar la escalera que llevaba al piso superior,
temiendo lo que podría haber al final de ella. Se abrieron las puertas, las
luces azuladas volvieron a titilar amenazantes y pulsó el botón que los
llevaría a la planta baja.
Al llegar, él fue a buscar la bicicleta caminando cada vez
más pesadamente. La desató mirándola con desconfianza, extrañado, como si algo
estuviera fuera de lugar o como si fuera otra bicicleta, diferente de la que
había dejado esa misma tarde. Recorrió devuelta el pasillo, con Anita
esperándolo al lado de la puerta. Pasó por delante de aquel espejo, sintiendo
un fuerte escalofrío recorriéndole el cuerpo y no pudiendo resistirse a
mirarlo. Se vió a si mismo sosteniendo lo que era su vieja bicicleta y cargando
su pesada mochila, pero su rostro parecía más pálido, cansado, envejecido; sus
ojos estaban hundidos y su mano derecha temblaba rápidamente. Se detuvo y se
concentró en mirar en el espejo, sintió como si algo que no se reflejaba lo
estuviera acompañando. Otra vez resonó en su cabeza aquél suspiro “En el piso de arriba no vive nadie”. Sacudió
la cabeza queriendo sacarse aquella imagen y siguió caminando. Se despidió
nuevamente de Anita, salió a la solitaria vereda y montó lo que todavía le
costaba creer que era su bicicleta, saludando mientras se alejaba por la
nocturna calle de la ciudad.
Anita volvió a su departamento y se recostó en la cama
siguiente a la de su hermana, quien dormía profundamente. No sería hasta la
mañana siguiente que se enterarían que en la cuadra siguiente a la de su
edificio había ocurrido un trágico accidente automovilístico y que un joven que
montaba una vieja bicicleta, cargando una gran mochila con varios libros, había
muerto en el acto.
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