de Néstor Asprea
Decido ir a esa casa
donde fue asesinada la vieja. Observar la escena del crimen, aunque sea desde
el patio y si puedo entrar en la vivienda, mejor. Me tengo confianza porque
recursos no me faltan, nada es más tentador y vulnerable que una cerradura.
Recorro el barrio,
observo. No me gusta, todo gris verdoso y con olor a viejo.
No quiero trepar por
el frente de la casa, prefiero filtarme por los fondos. Decido entrar a través
de otra residencia lindera y de ahí escurrirme al fondo de la casa de la vieja.
Doy vuelta a la manzana sólo un par de veces para no llamar tanto la atención,
lo único que me falta es que me confundan con un chorro y me linchen. Identifico
un par de viviendas por donde ingresar.
Vuelvo de noche. La
luna asoma cada tanto entre nubes negras altas y otras mas bajas y anaranjadas
que reflejan la luz de la ciudad. Ya nunca se hace la noche oscura, la
seguridad nos robó la noche.
Una de las casas que
marqué tiene las luces apagadas. O se fueron a dormir temprano o no hay nadie.
Toco timbre. Nadie responde. Entro en el jardín del frente y trepándome sobre
una puerta de servicio, me mando por un pasillo lateral rumbo al fondo. El
reflejo de las nubes ilumina el patio, camino con cautela, tratando de no hacer
ruido. Me adentro con sigilo y veo a un perro enorme que duerme como si
estuviera custodiando la entrada posterior de la casa. Yace a los pies de la
puerta y respira lentamente. Emite sonidos, parece que hablara en sueños.
Siento que mi
estómago se revuelve, seguro es la pizza de cebollas que comí. Me llevo las
manos a la boca pero no puedo evitarlo, un sonoro eructo surge de lo más
profundo de mi vientre.
El perro se
despierta, se pone de pie sin abandonar su posición de guardián y me mira fijo.
La luna se asoma entre las nubes y parece un reflector que alumbra sólo al
perro que brilla y aterra en un solo fulgor. Me quedo paralizado, de piedra y
me invade un escalofrío.
Tiene destellos en
sus ojos, simétricos, a pedir de Borges. El brillo recorre su cuerpo hasta la
cola erguida, hasta los muslos en tensión.
Me mira inmóvil como
un guardián de terracota. Abre la boca y su baba cae en cámara lenta. Una
mezcla viscosa de agua y luz, una baba que brilla y cae y moja. Me muestra los
colmillos que aterran.
Mi instinto de
supervivencia me desbloquea. Tranquilo, tranquilo, Boby, digo con mi voz más
melosa. Gruñe. Maldito perro, todos los perros deberían llamarse Boby.
Tranquilo, Sultán. Vuelve a gruñir. Me voy alejando cautelosamente, el perro da
un paso hacia donde estoy. Por mi cabeza desfilan los infinitos nombres de
perro. Tranquilo Killer, intento. El animal se queda quieto atrapado por la
sorpresa. Inclina su cabeza y se acerca hacia mí dando saltos en zigzag. No
tengo escapatoria, no puedo huir, antes de que pueda hacer nada el perro está
volando hacia mi cuerpo y me tumba al suelo.
Desde la
horizontalidad del piso veo la luna, veo el hocico que se acerca a mi cuello y
veo una lengua húmeda que asoma de su boca y me lame.
Me quedo quietito
ahí donde me tiró el animal que no para de lamerme la cara. Tranquilo,
tranquilo Killer. Le hago unas caricias y Killer se tira en el piso patas
arriba, quiere mimos, se los hago por un largo rato. Más tarde lo convenzo de
que ya es suficiente. Jugamos un rato más con un palito que le arrojo y me lo
trae. Luego nos despedimos con unas últimas caricias y lamidas. Él va rumbo a
la puerta que custodia y yo rumbo a la medianera, la trepo y cruzo.
Estoy en lo de la
vieja, en la escena del crimen.
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