sábado, 27 de septiembre de 2014

TEXTOS DE HERNÁN BARREDA

Ahora el tanque de agua chorrea, rebalsado. Caen goterones obesos sobre la chapa y ofrecen una lluvia de una virtualidad insoportable, un pulso irregular, de tono bajo, con la percusión de lo primitivo: la fibrilación auricular del patio del universo, la arritmia trágica de todo esto.

Porque acá, pendejita rebeldona, el problema no sos vos ni soy yo, ni es toda esta tribuna de caníbales romanos; el problema es el tiempo. A mi no me duelen tus palabras puntiagudas, me duele lo otro, los silencios, esos vacíos erizados cuando callás y me mirás profundo, como si me miraras el occipital a través de la cabeza, con las cejas tensas y la boca relajada, medio escorada a la izquierda, y me devorás la existencia. Vos no querés verlo, pero la guerra es contra el tiempo y tiene las formas de un combate marcial: el arte de la no espada que sí corta. Es como el reverso del “no future” punk: no es que no haya futuro, lo hay, pero se nos escapa entre los dedos entumecidos del frío posthumanista.

Porque hoy es domingo, mi entrañable claroscura, hace unas horas las luces están apagadas pero recién ahora empezás con tus pataletas de ensoñación, con tu inconciente que por algún misterio todavía me busca arqueando la espalda y poniéndome el culo en la pelvis, me agarrás las manos y las atás a tus tetas –¡vos, de la libertad desamarrada!-, te encorvás y contraés y nunca suspendés esa respiración rápida, manija de un día que nunca termina y que me aterra. Entonces sostengo un poco más este horror que es la vigilia, mientras comenzás a dormir y nuestras pieles no producen todavía ese gel viscoso que chorrea y asquea las sábanas. Pero sí está tu olor y tus pies cada vez más cálidos, y esos fotorrenglones que se forman en la pared de tu cuarto de soltera, por la luz que viene del farol de la avenida y se entromete por las hendijas de tu persiana siempre semiabierta, siempre semidespierta.

Esos fotorrenglones metaforean mucho de lo que somos. Hay algo de claroscuro en todo esto, de oscuridad amordazando la luz hasta darle forma. Y no es la oscuridad pasiva de la física, es una oscuridad activa, perenne, una oscuridad animosa y metafísica.

Y vos dormís, respirás raro. Y tu inspiración me inspira… ¿no puede ser todo ficción eso del sentido de lo orgánico, no? Vos siempre me tratás de exagerado y yo te juro que hago esfuerzos enormes por no develar mi condición trágica, mi constante discurrir poético en los minutos y rincones infectados de los días.

Siento, y esto puedo escribirlo mientras estés dormida, que nada malo puede pasarnos, que estando solos y en silencio, cuando la ciudad se fue a dormir con todas sus deudas y sus faltas, cuando el tiempo no puede exigirnos más nada, aparece esta sensación íntima: una suerte de horizonte de sucesos –esos hechos que no puede manchar el observador- lugares, cositas y momentos que se cuidan de nosotros y que se mantienen al resguardo de todos nuestros dardos, de toda nuestra mierda, de todo nuestro proxenetismo dialéctico y de todos nuestros falsos augurios.

Y de todo nuestro miedo.  






¡Vamos! que el día dura mucho, mucho muchísimo, y es un muchísimo que a las tareas de mi agenda le sabe a poco, a poco muchísimo, pero vamos, porque vamos tachando, y siempre una más, porque el consorcio soviet no nos deja decir una menos, siempre una más, de mucho durísimo, de pedalear rápido de Betty a la reunión y de la reunión a la bolsa, con los zapatos menísimos por poco y por muchísimo para cada acto de hoy, pero vamos, porque a la noche unos fideos con una salsita, muchos fideos y una pizca de bicarbonato para la acidez tachada de tanta agenda y tanto tan mucho consorcio tan poco soviet,  de tanto fideo wannabé.

Y llega la noche, y llegan los fideos, y llega lo poco y lo mucho, ¡alimento por fin!, para esa masa muy poco durísima que dice CEREBRO, en negro y tachado por Betty, pero… si es el cerebro el que me trae todos estos problemas de rápido bicarbonato reunido, de tan poco y tan mucho hopetobé, entonces: los fideos al perro, tan poco y tan rápido.

Soy una mierda.

El perro no merece los venenos que yo esquivo, entonces por rápido y por duro, le aplasto la panza, y vomitá hijodeputa, vomitá que te voy a salvar de esos fideos de lento wannabé, y entonces vomita y se lo come, y lo pateo y me muerde, y lo dejo morderme porque claro, qué me tengo que meter yo en la naturaleza sabia, del perro –y de Betty-, entonces llamo a Betty y le digo que me equivoqué, que venga rápido, mucho muchísimo, a comerse el vómito del perro, que queda poco.

Y viene betty y ya no queda, entonces le pateo la panza a Betty, porque  <<Jaime el perro tiene sed y no hay naranja, pero la bilis de Betty le va a encantar>>, y Betty vomita, y el perro se lo come y ¡se come a Betty!


Entonces me doy cuenta de que en algo fallé, le pego al perro, vomitá hijo de puta wannabé, sarna carbonatada de los soviets por el consorcio del fideo, vomitá, y vomita, y tengo que cortar esto que ya se fue de mambo y el consorcio me mira mal, entonces me como al perro, limpio el vomito y ahora sí, por mucho y por muy lento, me puedo ir a dormir.




-Cuidado Betty, no te vayas a caer.
-Ah! Si me caigo te tengo a vos para que me levantes. Tomá!

Transferencia masiva. Sin iva.


Si supieras, Betty.

Si vieras esas mañanas en que me miro al espejo y en lugar de verme encuentro un rostro familiar pero distante, de procedencia ponzoñosa y espeluznante. Si vieras, Bety, ese espejo ahora lleno de letras que no dicen nada, pero tapan mi horror lo suficiente.

O si me espiaras, en esos atardeceres en que los timbres y los ringtones me apuntan como alarmas que advierten algo terrible e inminente que sigo sin aprender, me persiguen hasta el subsuelo de la cama, hasta los intersticios de la frazada y ahí me increpan, con el arma más blanca que existe, me asfixian con susurros en una lengua muerta pero zombie.

Si te dieras cuenta, Betty, que todo este andar es una fachada, que este talante erguido, que este rappeo armónico tiemblan por la posibilidad de disolverse como azúcar en la boca de cualquiera.

Si supieras, Betty. Correrías a los gritos, llorarías y pedirías que me silencien y me maten, que me extingan y nunca más me nombren.

O tal vez no. Y eso arrancaría de nuevo este círculo hermoso que me mantiene hablando para que no te caigas. 

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