de Bruno Mux
Los semáforos titilaban adornando las
esquinas. El tren paso, dejando atrás su estela de cansada bestia, harto ya de
rodar de un lado a otro.
Silbaba “Garua”… como un duende por las
sombras, pero que ya ni la busca ni la nombra. Ahora solo la evocaba por
costumbre, por respeto a aquellos sentimientos que rellenan la vida y desvían
la mente del tedio cotidiano, de una
clase media baja con sueldo de lava copas, equipito de futbol, pequeñas
borracheras y pocos amigos que crecen, como uno, y hacen sus vidas.
La mente viaja delante de nuestros pasos
torpes y casi es visible por la vereda, cuando la niebla fría de la madrugada
moldea las formas y lima sus ángulos, su solidez de materia acabada.
Acercándome a la esquina pude ver a un hombre
que venía en dirección a mí. Tiritaba bajo la campera y caminaba entre la
niebla, como contra su voluntad. No parecía peligroso, pero nunca supe fiarme
de nadie. Por lo que empecé el juego. Adopte mi mejor cara de perro, hundí mis
puños cerrados en los bolsillos y camine, firme y pesado. Entendía que de este
modo todo mi ser expresaba una presa difícil o por lo menos resistente, para
esos tipos que andan al vuelo de los distraídos, aunque sabía que de nada servía
mi táctica, que era casi una cábala, frente a los que estaban jugados al todo o
nada. Por lo demás, nunca me había fallado.
Estábamos bastante cerca del momento de la
verdad, solo tenía que clavar los ojos furiosos en el horizonte, para mirarlo
sin mirarlo. El hombre pasó junto a mí, dejando un cuerpo de distancia. Cuando
se alejo unos diez pasos, gire la cabeza para vigilarlo, al mismo tiempo que el
también lo hacía. Nos vimos claramente. Sus ojos volvieron rápidamente al camino
que andaban, y yo, sintiéndome fuertemente incomodo, lo imite. Tuve un pequeño
ataque de risa, al imaginar que los dos nos sentiríamos un poco estúpidos,
aunque bastante satisfechos de que nuestras estrategias hayan funcionado.
La calle ahora era de tierra, angosta y
cercada de casas, tan cerrada y atravesada por las luces que el camino, parecía
más bien un pasillo de casa antigua. Quiero decir que las calles eran como
corredores nocturnos de un hogar enorme, donde cada puerta, iluminada o no, era
atravesada por la imaginación que inventaba bullicios, amores y asesinatos
refugiados dentro de las cascaras durmientes de las piezas amontonadas.
Empecé a caminar más rápido, quería llegar. Cuando
por la esquina una sombra se volcó sobre mí con toda su velocidad,
desparramándome sobre el piso. Me miro, con el gesto dislocado.
“¡Corre!”, me grito y salió disparado sin
mirar atrás.
No podía reaccionar, a causa del miedo o el
asombro. Lo vi atravesando los haces de luz hasta desaparecer en la noche y no
pude mover un dedo, hasta que volví la mirada por donde vino el tipo. Se
acercaban a toda velocidad tres o cuatro sombras. Y recordé el consejo: ¡corre!
De alguna forma lo estaba haciendo, fue como
salir de mi cuerpo y en un momento volver a entrar y preguntarme ¿por qué huía?
¿Qué tenía yo que ver con lo que haya hecho el otro? Nada, todo esto se aclara
con un par de explicaciones. Pero cuando me di vuelta, comprendí que ya era
bastante tarde, ya que dos hombres corrían furiosamente hacia mí.
Y otra vez… correr, no importaba donde, pique
largo y la pelota en el horizonte siempre, inalcanzable. Me sentía a cinco
centímetros del suelo, y sin embargo no dejaba de pensar, pensar en círculos
sin objetivo, pensar corriendo siempre adelante. ¿Quiénes eran? ¿Qué me harán?
Todo se precipitaba en mi mente preguntas sin respuestas, escapes delirantes y
la autocompasión narcisista del fracasado. El espacio ya no me parecía
familiar, tenía que aceptarlo, estaba perdido.
Por fin pude descansar unos segundos escondido
abajo de una camioneta. Entonces, me traspaso la idea impura y delirante de
estar corriendo así por años, sin que se acabe la noche. Y también la cruel
estrategia de salvar el pellejo, encontrando a un caminante distraído como yo, para golpearlo con todo mi cuerpo y gritarle:
¡Corre! Para que lo confundan conmigo o con el otro, para poder descansar de
una vez. Aunque también sabía que podía no engañarlos, y yo, él y los otros, terminaríamos
corriendo y haciendo correr, durante toda la noche.
No hay comentarios:
Publicar un comentario