de Pedro Larraya
Despertó de
su desalineada cama con gran incomodidad. Una incesante gotera evitaba relajar
sus párpados. Temía abrirlos, no quería revivir la noche anterior. Tomó su
decisión: se levantó y acomodó su pequeño y estropeado uniforme de primaria que
sólo le generaba molestia al estar tan apegado a su delicado cuerpo. Miró a su
alrededor extrañada, ya no reconocía su hogar.
Con sus manitas se frotó los ojos y
al abrirlos, corrió con efímera felicidad hacia la pared que la enfrentaba. La
marca decía “Lucía, 1.15 m .”
la última vez que su madre la había medido hace ya tres meses. Se sintió más
alta al ver que había una por encima de esa, aunque no recordaba cuándo la
habían hecho. Pensó por dos segundos completos hasta que se distrajo nuevamente.
En su recorrido por aquellos
extraños pasillos, vio con detenimiento cada mueble: estaban arruinados,
deformados, cambiados de lugar. Aquel sillón que tanto disfrutaba saltarle
encima sólo la hundía y envolvía sin ganas de jugar. Se sintió culpable: tantas
veces había hecho enojar a su padre por saltar en esos almohadones que había
rebosado su límite.
En el siguiente cuarto estaba su
hermano Tomás, mayor aunque no tanto, llorando desconsoladamente mientras
tomaba sus rodillas y escondía la cabeza. Con sigilo, Lucía se acercó a él e
intentó asustarlo por la espalda. Tomás no se movió. La menor miró a su
alrededor: los autitos estaban estancados en un charco, los héroes ya no podían
mover ni un brazo, los disfraces ya no representaban nada poderoso.
-Superman
no llegó –Le informó de reojo para luego volver a ocultar su rostro.
Fue el primer momento en cual Lucía
miró a su hermano en silencio y lo escuchó de verdad. Lo dejó solo, sin decir
nada ni mirar hacia atrás. Corrió hacia fuera en busca del refugio que sólo una
madre puede dar. A cada paso dejaba una huella en el barro y un ruido que no
alertaba a nadie en ese barrio del silencio, en esas calles azotadas, en esa
casa que ya no era hogar.
Allí estaban sus padres, que
ignoraban su presencia. Su madre iba y venía, tomando cajas de leche y latas de
comida, bidones de agua y bolsas de pan. Lucía esperaba mejores regalos pero lo
entendía: su madre no miraba con esa sonrisa, aquella que despejaba el cielo y
le abría las puertas para ir a jugar. Lucía ya no quería jugar.
En el garaje estaba su padre,
furioso, golpeando las cosas que allí había, preguntándose por la camioneta que
ya no estaba. Con miedo, la pequeña se le acercó y titubeando preguntó:
-¿Dónde
está la camioneta, pa?
-No sé, n-no
está… Se la llevó –Dijo finalmente rendido.
-¿Como Itsy
Bitsy Araña?
Entre
la furia se detuvo, la miró tiernamente y le asintió con los ojos cerrados
mientras una lágrima se deslizaba por su mejilla. Lucía se había sentido
orgullosa hasta que lo vio así, débil, incapaz de cantar con ella como siempre
lo hacían.
Se sentó sobre la vereda y vio
correr un pequeño río que desembocaba en las alcantarillas. El agua ya no tenía
el color de sus ojos como decían sino más bien el de su pelo. Tantas veces la
pequeña había querido alcanzar a tocar el cielo que este lo había logrado
primero, utilizando toda esa energía de la peor forma.
Una gota cayó sobre su cabeza. Sintió
un escalofrío. Dos gotas, sintió miedo. Tres, cuatro, cinco, una llovizna
comenzó a caer: la noche anterior pasó en su mente con terror. Abrió sus ojos
un segundo y notó la belleza de un arco iris. Ya no prestaba atención a la
incomodidad del uniforme ni al agua que la recorría hasta sus pies. Ahí se dio
cuenta, que había llorado todo el tiempo hasta ese mágico momento.
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