viernes, 16 de mayo de 2014

LÁGRIMAS INVISIBLES

de Pedro Larraya 
Despertó de su desalineada cama con gran incomodidad. Una incesante gotera evitaba relajar sus párpados. Temía abrirlos, no quería revivir la noche anterior. Tomó su decisión: se levantó y acomodó su pequeño y estropeado uniforme de primaria que sólo le generaba molestia al estar tan apegado a su delicado cuerpo. Miró a su alrededor extrañada, ya no reconocía su hogar.
            Con sus manitas se frotó los ojos y al abrirlos, corrió con efímera felicidad hacia la pared que la enfrentaba. La marca decía “Lucía, 1.15 m.” la última vez que su madre la había medido hace ya tres meses. Se sintió más alta al ver que había una por encima de esa, aunque no recordaba cuándo la habían hecho. Pensó por dos segundos completos hasta que se distrajo nuevamente.
            En su recorrido por aquellos extraños pasillos, vio con detenimiento cada mueble: estaban arruinados, deformados, cambiados de lugar. Aquel sillón que tanto disfrutaba saltarle encima sólo la hundía y envolvía sin ganas de jugar. Se sintió culpable: tantas veces había hecho enojar a su padre por saltar en esos almohadones que había rebosado su límite.
            En el siguiente cuarto estaba su hermano Tomás, mayor aunque no tanto, llorando desconsoladamente mientras tomaba sus rodillas y escondía la cabeza. Con sigilo, Lucía se acercó a él e intentó asustarlo por la espalda. Tomás no se movió. La menor miró a su alrededor: los autitos estaban estancados en un charco, los héroes ya no podían mover ni un brazo, los disfraces ya no representaban nada poderoso.
-Superman no llegó –Le informó de reojo para luego volver a ocultar su rostro.
            Fue el primer momento en cual Lucía miró a su hermano en silencio y lo escuchó de verdad. Lo dejó solo, sin decir nada ni mirar hacia atrás. Corrió hacia fuera en busca del refugio que sólo una madre puede dar. A cada paso dejaba una huella en el barro y un ruido que no alertaba a nadie en ese barrio del silencio, en esas calles azotadas, en esa casa que ya no era hogar.
            Allí estaban sus padres, que ignoraban su presencia. Su madre iba y venía, tomando cajas de leche y latas de comida, bidones de agua y bolsas de pan. Lucía esperaba mejores regalos pero lo entendía: su madre no miraba con esa sonrisa, aquella que despejaba el cielo y le abría las puertas para ir a jugar. Lucía ya no quería jugar.
            En el garaje estaba su padre, furioso, golpeando las cosas que allí había, preguntándose por la camioneta que ya no estaba. Con miedo, la pequeña se le acercó y titubeando preguntó:
-¿Dónde está la camioneta, pa?
-No sé, n-no está… Se la llevó –Dijo finalmente rendido.
-¿Como Itsy Bitsy Araña?
            Entre la furia se detuvo, la miró tiernamente y le asintió con los ojos cerrados mientras una lágrima se deslizaba por su mejilla. Lucía se había sentido orgullosa hasta que lo vio así, débil, incapaz de cantar con ella como siempre lo hacían.
            Se sentó sobre la vereda y vio correr un pequeño río que desembocaba en las alcantarillas. El agua ya no tenía el color de sus ojos como decían sino más bien el de su pelo. Tantas veces la pequeña había querido alcanzar a tocar el cielo que este lo había logrado primero, utilizando toda esa energía de la peor forma.

            Una gota cayó sobre su cabeza. Sintió un escalofrío. Dos gotas, sintió miedo. Tres, cuatro, cinco, una llovizna comenzó a caer: la noche anterior pasó en su mente con terror. Abrió sus ojos un segundo y notó la belleza de un arco iris. Ya no prestaba atención a la incomodidad del uniforme ni al agua que la recorría hasta sus pies. Ahí se dio cuenta, que había llorado todo el tiempo hasta ese mágico momento.

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