de Pedro Larraya
Ella se estaba poniendo linda, hermosa
de verdad. Tenía un vestido carmesí muy llamativo para cualquier hombre al
acecho. Sus labios hacían perfecto juego, al igual que sus zapatos. Era la
reina del carmesí. El padre se sentía incómodo, nervioso, acomodaba el cuello
de su camisa repetidas veces. Se notaba con claridad inseguridad. “¿Semejante
mina con este tipo?” era lo que el resto continuamente se preguntaba.
No tenía que fallar, era su oportunidad de
demostrarles a todos lo que valía. Ellos no habían tenido la oportunidad de
salir desde hace ya tiempo, pero habían decidido que el hermano mayor ya tenía
edad suficiente para cuidarse a sí mismo y al pequeño rebelde. Estaba en
apuros: registraba cada mínimo detalle en su vestimenta, postura y manera de
actuar mientras chequeaba constantemente el reloj. Tenía reserva a las 21 hs.
(ni un minuto más, ni un minuto menos) en el restaurante “La finesse”.
El más grande se encontraba encerrado en su
cuarto, como siempre, con sus auriculares y la música a todo volumen. Ya estaba
todo: números de emergencia, las empanadas en el horno e incluso había puesto
el matafuegos al lado (por si acaso). Con una ansiosa sonrisa, el padre se
despidió y al dar un paso, notó que Joaco le estaba agarrando el pantalón de
vestir.
-¿Qué pasa genio?
Ya me tengo que ir. Pedile a tu hermano que saque las empanadas del horno
cuando te agarre hambre, ¿si? –Le indicó apresurado.
-¿Y cómo es
que se cocinaron en esa caja? –Preguntó mientras miraba curioso el horno.
El padre lo miró pensante. No había
tiempo de explicarle eso ahora.
-Es que… adentro
hay un dragón ahí encerrado que nos cocina las cosas cuando se lo pedimos –Dijo,
dudoso de su respuesta.
Acto seguido, lo besó en la frente y
salió corriendo mientras la muchacha se reía sutilmente con ternura. Joaco no
lo registró. Un dragón, ¡un dragón! Sus ojos brillaron, maravillados de tal
noticia. Ya no era algo tan simple como que el cuadro de la tía lo vigilaba si
hacía alguna travesura; había una bestia en el horno.
Un mundo dominó su mente. Claro, su
papá era un verdadero caballero, como aquella muchacha decía cada vez que subían
al auto. Él venció y encerró a un dragón que azotaba a todos para que le diera
fuego cuando quisiera. Joaquín nunca se había sentido tan orgulloso, llegó a
sonrojarse un poco. Corrió al cuarto de su hermano para gritarle la noticia
pero no le prestó atención, la música lo tenía hipnotizado. A risitas se
escabulló nuevamente en la cocina y se quedó mirando fijo al horno.
Tal vez pasó aproximadamente media
hora cuando Martín se sacó los auriculares para comer algo. Al abrir la puerta
de su cuarto se quedó sin palabras. Se acomodó el flequillo que le tapaba los
ojos pero eso no cambió nada. Desesperado, llamó a su papá que recibió la
noticia sin exigir explicaciones, llevándose sus cosas para dejar el
restaurante velozmente, no sin antes dejar a su acompañante en su hogar.
Después de un rato el hermano, que
ya no soportaba el nerviosismo, escuchó como la llave chocaba torpemente contra
la cerradura. Al fin la puerta se abrió, lo que fue el pie al silencio
absoluto: Todas las paredes estaban quemadas y el matafuegos vaciado. Sin saber
bien qué hacer, el padre le hizo una seguidilla de preguntas a su hijo que era
incapaz de responder siquiera una.
Ambos recorrieron la casa en busca
del pequeño Joaquín. La cocina había pasado de blanco a negro completamente, el
horno estaba destrozado. Se dirigieron al cuarto del niño: No estaba. El cuadro
de la Tía Mabel se
veía raro a lo lejos por lo que se acercaron a verlo. Sus ojos estaban mirando
a un lado: apuntaban a la ventana del baño, que estaba abierta.
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