de Rodrigo Fiorín
Un escenario vacío. Cubos multipropósito (4) esparcidos en él. Entra el músico, guitarra en mano y fogata voladora por encima de su cabeza. Se sienta en un rincón y la fogata baja rodeando en espiral al músico hasta quedar posicionada a un palmo del suelo.
Comienza la música.
Es una mezcla de bossa nova con punk rock, unos toques de cover mal traducido y
comino, siempre comino. En el fondo, apenas un ligero acento a concierto
tributo.
Si para esta altura
la gente del público no se fue, entro
yo: el protagonista.
Camino entre los
cubos, buscando la idea, totalmente perdido. Miro al músico y sus orejas
empiezan a llorar sangre amarilla, porque el rojo es un color demasiado fuerte.
No hay nada ahí que me sirva. Meto las manos en los bolsillos en busca de una
última esperanza. Encuentro una tira de papel, obscenamente larga; lo retiro y
leo.
"SIEMPRE LO
MISMO."
Una luz cenital
aparece en el costado derecho del escenario. Un cubo se arrastra hasta allí por
sus propios medios. Todo lo demás se esfuma en el olvido.
Finalmente hablo:
“Solo. Solo estoy. Voy y vengo y no sé adónde quiero llegar. Avanzo 3
casilleros y retrocedo 6. El tiempo me sobra. El tiempo no me alcanza. No sé
administrar mi tiempo. ¡Ayuda!”
Me desplomo sobre
el cubo de manera sobreactuada.
Rebobino, vuelvo a caer, rebobino una vez más, caigo. ¡Bang! Accionan la
máquina de humo y los láseres. Entra a escena el Espectro, que es 25% mi mamá,
25% mi papá, 25% mi hermana y 25% el gordo Casero.
Se me acerca y me
toca el hombro. Abro los ojos y lo miro. Me canta acompañado por el oscilante
ritmo de la guitarra. Tiene una voz suave, casi susurrante. Su mano se mantiene por sobre mi hombro,
¿reiki o barrera? Entona algo que no son palabras ni ruidos ni tarareos. No sé
qué carajo me quiere decir.
Finalmente,
silencio.
“Nos conocemos.”
Únicas palabras que emanan del cuerpo del Espectro.
Lo sé, muchas veces
nos hemos visto y muchos rostros ha portado frente a mí. Esto ya se pone
aburrido. Me quiero ir.
“No hinches las
pelotas. No te necesito.- lo ataco- Para arruinarme la vida y la de los demás
soy bastante autosuficiente. Mirá. -Me
pego un cachetazo con todas mis fuerzas-Y hay más.-Meto la mano por mi ombligo,
me saco el apéndice cual curandero
filipino y lo empujó en su pecho-
Llevatelo y no vuelvas por acá hasta seas necesario.”
Con la cabeza
gacha, el Espectro se va a comer pochoclos a otro lado.
Pasa el tiempo.
Hago un par de boludeces para entretener a la gente.
Canto
"Presente" intentando que encaje en el ritmo que desarrolla el
músico, cuento el chiste de los perros de Curro, hago un cambio de ropa como
Mirhta en los Martín Fierro, les arruino a todos el final de Sexto Sentido
diciéndoles que Bruce Willis está MUERTOOOO!!!!!
Hasta lo
interesante. Hasta lo interesante. Hasta lo interesante…
Entra ella, a quién
por propósitos prácticos llamaremos… mmm… Laura Lucrecia Romina Malena. Más
conocida como Eva.
Movimientos
sinuosos, pies descalzos, escote fuerte de esos que me gustan a mí.
Se acerca al músico
y lo encara: “Si fuera tan amable por favor de intentar un cambio de ritmo. Uno
decente, nada de pelotudeces. Algo que él y yo podamos bailar.”
¡La muy hija de
puta quiere bailar!
Pues bien, así lo haré, para que después no se diga que
me ando con chiquitas y no puedo satisfacer a una mujer.
Me toma de la mano
y allá vamos, a bailar.
Bailamos de parado,
por adelante, por atrás, de perrito, en 69 y en flor de loto. Los cubos bailan
uno en cada esquina del escenario, en un homenaje de bajo presupuesto a la
película Fantasía. Cuando todo acaba (o por lo menos nosotros) la oscuridad
íntima se hace presente. Siento que su mano sudorosa se desliza escapándose de
la mía. La electricidad estática que conecta las yemas de nuestros dedos es
suficiente para que el público vislumbre nuestras expresiones. ¡Cómo si en ese
momento me importara un carajo el público!
Segundos, minutos y
horas. Nos eternizamos en un momento sin
principio ni final. Una trampa.
Aire. Respiración.
Presión en las sienes. Latidos. Fuego en los pulmones (en momentos como éste
extraño fumar). Finalmente, la garganta se hincha.
Grito. Hago temblar
mis pulmones como si vida dependiera de ello. ¿Qué estoy diciendo? Mi vida
depende de ella. Temblando trato de moverme por el piso y me choco la cabeza
contra un cubo. Suena un acorde de guitarra. Sigo buscando a tientas, cada vez
más desesperado. Me reconforta saber que todavía están ahí.
Hay telas,
purpurina, un puercoespín y un boleto de lotería sin premio en el medio de mi
camino. Todo junto, porque así es este camino; discernir lo que me conviene es
tarea exclusivamente mía. De repente, escucho risas. Carcajadas a montones.
Me había olvidado de la presencia del público,
cómo me enseñó mi primer profesor de teatro. Siguen ahí, testigos de una nueva
vuelta de mi ciclo. Por sobre mi cabeza aparece una luz, un estúpido cartel
luminoso con una única palabra escrita en él.
APLAUSOS
Los idiotas que
hacen caso a todo lo que les diga un cartel aplauden y comienzan a irse. Me voy
quedando cada vez más solo. La fogata del músico vuelve a prenderse. Luz y
calor vuelven a tomar protagonismo. Yo estoy tirado en el piso como si fuera un
desecho, un boceto, un retazo u otro montón de palabras que no suenen bien juntas.
El conchudo del guitarrista abre los ojos, despega con lentitud los labios y de
su boca sale ahora esa canción que me hace llorar.
Escondo la cabeza
entre las rodillas justo cuando el último espectador abandona la sala.
Un papel picado,
brillante y patético, flota en el aire a
destiempo.
TELÓN.
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