sábado, 22 de abril de 2023

Paradiso

 

   A veces me gana el vicio de imaginar un Paraíso, y se me ocurre que el reino eterno funciona como funcionan los teatros.


   Habría en algún lugar una Sala que debe ser el centro, la del escenario más importante y más lujoso, donde no cualquiera llega a ocupar una butaca y mucho menos a pisar las tablas. Bien en la periferia, armadas con practicables y cajones de cerveza, se improvisan tarimas para los espectáculos de artistas amateurs. Allí se multiplican varietés, café concerts y vodeviles que no se acaban nunca. Hay otras, muchas, incontables salas: algunas al aire libre, plagadas de cirqueros, y otras oscuras y profundas. En estas últimas los grupos de vanguardia investigan puestas experimentales que evolucionan hasta volver a ser conservadoras. Aunque parezca que sí, los clásicos no son exclusividad de los veteranos, y se están representando uno atrás de otro (aunque en realidad todos al mismo tiempo, siempre en cartel en alguna parte del complejo).
   Tiene una sola boletería, y eso demora el ingreso. Pero una vez adentro casi nadie respeta la numeración de los asientos, los tres timbres ni los intervalos. Tampoco hay que hacer fila para los bufetes, donde sólo los muy indecisos pierden tiempo revisando los ilimitados tomos del menú –se aconseja elegir al azar o pedir el plato del día-. Los camarines sobran, aunque algunos no hayan sido pensados para esa función; elencos enteros se instalan en las muchas oficinas de programación: allí se visten, se bañan, duermen y crían a sus hijos, con el temor constante de que a un funcionario se le ocurra ir a cumplir su horario de trabajo.
   Que el martilleo jamás se detenga en el taller (los talleres) de los pisos subterráneos. Algún regisseur se quejará que en el depósito (colmado hasta un techo indistinguible con reliquias arquitectónicas articificiales) no consigue una “columna dórica color terracota” con las pulgadas exactas para encajar en su montaje. Recomienza así la secuencia de diseñadores, bocetos, maquetas, moldeado, armado y pintura que probablemente termine sobre la hora del ensayo general.
   Un miembro del coro que esté ansioso por probarse su vestuario (digamos por ejemplo: una casaca del ejército ruso del siglo XVIII, talle “large” pero de mangas más tirando a “médium”, con tres agujeros de bala de fusil en el costado izquierdo y un bolsillo interno del tamaño de una llave, que nunca es seguro pero debería estar  justo, justo atrás de la casaca del ejército ruso del siglo XVIII, talle “large” pero de mangas más tirando a “médium”, con tres agujeros de bala de fusil en el costado izquierdo y un bolsillo interno del tamaño de una moneda) se perdería sin duda al buscarlo entre el mar inabarcable de percheros. De ellos cuelgan todas las posibles vestimentas, con cada forma, color y tamaño existente en la historia o la imaginación humana. El coreuta perdido encontraría tal vez la ayuda de jóvenes figurantes, quienes suelen esconderse entre los trajes para llevar a cabo performances furtivas. Cada día las telas amanecen con manchas de maquillaje y cabellos de pelucas.
   Otro lugar frecuentado por quienes precisamos un rincón alejado de los reflectores es la biblioteca, que según el catálogo puede prestar cualquier texto dramático, desde Shakespeare hasta Adela Basch. Aunque si de casualidad una compañía quiere arriesgarse a adaptar algo, también hay secciones especializadas con toda edición en prosa, libro de poesía, diario o revista publicada (entre las estanterías debe haber alguna con volúmenes en braille, pero por sentido común ninguno de los encargados carece de vista).

   Las escaleras con panfletos pegados llevan a las aulas de la escuela de actuación, que dicta también cursos de cine, música, danza y otras disciplinas. Muchas veces los estudiantes terminan siendo mejores intérpretes en una de esas áreas. La esfera de docentes parece ser la más espiritual: no suele corporizarse en otras representaciones que no sean sus muestras, para las cuales eligen fechas en que sobre el calor y salones donde falten los asientos. Y es que, a pesar de los muchos misterios que encierra el Teatro, las funciones con alumnos siguen siendo el destino de las masas apenas Iniciadas o de poca Fe. Espectadores reales en verdad no hay tantos; quizás orbiten en otro plano junto a críticos y productores. Los mismos artistas se organizan en sus días libres para verse entre sí y cumplir con ciertos ritos; aplaudir amigos, ponerse al día con las modas, robar ideas, hacer acto de presencia, dormir una siesta, dar críticas constructivas en presencia del director y otras más sinceras en su ausencia.
   Durante el verano se encienden las peleas de vedettes, y el invierno es época de alevosos ultrajes al copyright de Disney. En primavera brotan estrenos que suelen estar verdes, y otoño es ideal para retomar ensayos de proyectos que no se resignan a caer. Así, por interminables temporadas. Los aplausos de una función se superponen a los de la que sigue, y desde los baños y pasillos se puede escuchar como una lluvia que no para.
   En los contratos no se habla de dinero, porque ya no está claro ni quien cobra ni quien paga.


 Ya sé, no me digás: también puede ser que en realidad así será el infierno.

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