miércoles, 12 de abril de 2023

La dueña del Legado

La empleada le alcanzó un mate al abogado de su patrona, de su ex patrona, con un gesto firme que demostraba muchos mates cebados en su vida, pero con un respeto especial en este caso:

¿Un amargo, doctor?


El abogado lo aceptó casi sin verlo, con una leve culpa al ser llamado por un título que, en rigor, su diploma universitario no tenía. A fuerza de costumbre había naturalizado ese reconocimiento, como muchos de sus colegas, sin haberse doctorado de verdad en leyes, ni en ninguna otra cosa. Pero siempre le nacía esa incomodidad cuando algo en su desempeño profesional le resultaba cuestionable, como si temiera demostrarse incompetente y quedar a la vista de todos como un farsante. Y ese día no estaba pudiendo cumplir con el caso que representaba, por lo que se sentía menos doctor que nunca. Aceptó otro mate de la empleada, y pensó por un momento que esa mujer tampoco debía ser llamada así, puesto que desde el fallecimiento de su clienta, empleadora de ella, se había convertido en verdad en desempleada. Se preguntó de hecho por qué seguía allí en la casa, salvo por la fuerza de la rutina o, quizás, la esperanza de una nueva contratación por parte de algún heredero, cosa que por cierto no había aparecido.  

Entre mate y mate, el doctor agotaba los cargados anaqueles de las bibliotecas, estantes y cajones que habían sido de su clienta, en busca de un documento que nunca imaginó tan difícil de encontrar. Que no existiera le parecía inconcebible. Ya había, por supuesto, vaciado la caja fuerte, un recaudo inútil de antemano, puesto que conocía su contenido; un manojo de documentos originales cuyas copias certificadas podían contarse por duplicado, triplicado y hasta cuadriplicado en las carpetas de su despacho de la calle Córdoba. Papeles importantes, sí: el acta de defunción del marido de su clienta (mucho mayor que ella), manuscritos de enorme valor económico e intelectual, y la libreta de casamiento, firmada por un juez extranjero, con fecha muy cercana a la muerte de él… un documento de discutible validez, pero con la legalidad suficiente para convertir a la breve esposa en la heredera vitalicia del legado literario más importante del país, y acaso de todo el continente.

Pero la viuda, por décadas celosa guardiana de los derechos autorales recibidos, no había tenido la precaución de confiar al letrado (paladín suyo en las cortes, fiel consejero en los juicios, y albacea natural de su última voluntad), la ubicación de su testamento decisivo. Ante la falta del papel que expresara la decisión de la señora, la suerte de la gigantesca obra del escritor, sus regalías, derechos de publicación y otros beneficios económicos y culturales quedarían a la deriva, o dios sabe en qué manos.

La empleada, o ex empleada, había suspendido los mates para retomar su rutina de limpieza cotidiana, tan inútil como rigurosa. Desde luego que la mujer había sido interrogada exhaustivamente por el abogado, sin obtener más consuelo que la certeza de que ningún papel importante había ido a parar a la basura por error. Tampoco le había sido confiado el escondite de nada de valor. No le extrañaba tal cosa al abogado, dado que su clienta no profesaba la confianza ni aún en los cercanos; ya en su momento, a poco de convertirse en viuda y heredera universal del escritor, había ordenado despachar, con mucho recelo y ninguna recompensa, a la antigua doméstica de su célebre marido, la cual, después de una vida de atenderle su casa y sus dolencias, aceptó la expulsión sin soltar más que un callados lamento en guaraní. La viuda del literato, incluso en su vejez, seguía sospechando de ella el haber hecho acopio y malvender pertenencias del finado; acusación rebatible al ver el estado de pobreza en que falleció la empleada despedida, años más tarde, en su casilla suburbana. Ahora, la propia muerte de la viuda había sido repentina, pero esperable. Una enfermedad la mantenía recluida en su piso del centro; sus pocas visitas decían que apenas dejaba la cama, y los vecinos sumaron que ya no se acercaba a la ventana sin el uso de un bastón ni la moderada cercanía de su empleada, a quien sin embargo no le admitía el ofrecimiento del sostén de su brazo, todavía joven, de robusta correntina.  

A las seis de la tarde el abogado hizo un alto en la búsqueda. Los ácaros de los estantes menos transitados le estaban afectando la nariz, y empezaba a fallarle la vista. No pensaba dejar la salud en la tarea, y por otra parte resultaba imposible revisar a conciencia las filas de libracos que se habían acumulado con los años. No lograba reconocer la mayoría, que por otra parte incluía ediciones en idiomas que no identificaba en absoluto. No era un hombre leído, aunque, a fuerza de litigios por derechos de autor, se consideraba un iniciado en la obra del fallecido esposo de su clienta. Pero su erudición literaria se limitaba a ciertos textos escolares infaltables, aprendidos por obligación, como tantos otros, en los lejanos días del Colegio Nacional. Su búsqueda del testamento le traía el vago recuerdo de un cuento policial, que giraba en torno a una carta escondida a la vista de todos. No había retenido el nombre del autor, pero tomando su idea se había asegurado de buscar primero en los lugares más comunes. Luego, avezado en las mañas de la viuda, había metido sus jurídicas manos en los sitios más cercanos a ella: su mesa de luz, bajo el colchón, las cajas de zapatos que atesoraba en el enorme vestidor. Registró cualquier resquicio privado donde pudiera esconderse un folio, una carpeta, un tubo donde guardar un rollo, como aquél en su propio despacho, donde guardaba el título que decía “Abogado” y no “Doctor”, como él hubiera querido realmente. Ahora se encontraba cercado por un laberinto de pilas de libros, hojeados en vano página por página, y rodeado de escritorios vaciados de sus cajones, como ruinas de antiguas ciudades saqueadas por los bárbaros y el tiempo. Afuera ya había caído el sol entre los edificios, y en la casa revuelta la luz se había vuelto difusa sin que él se diera cuenta. Recién entonces, al levantar la vista para deducir dónde estaba el interruptor, el abogado notó la silueta de la empleada (la ex empleada) mirándolo fijo desde el umbral de la puerta.


Me retiro por hoy, Doctor. ¿Le dejo la llave?


El abogado le dijo que no, que él tenía su copia. La mujer giró sin decir más y empezó un lento descenso por la escalera, hacia la calle. Tenía bajo el brazo un atado del que sobresalían los palos de varios enseres de limpieza: un escobillón, una pala, algo así como un plumero largo y un lampazo, también llamado trapeador. En la otra mano cargaba una bolsa con basura. Al abogado le extrañó que no dejara los elementos en la casa, pero no creyó que, de entre todos los valores de la muerta, eligiera robarse justamente las escobas. “Me estoy poniendo paranoico”, se dijo, y luego agregó riendo para sí: “A lo mejor la viuda se puso tan miserable que la hizo traer sus propias herramientas de trabajo”. De todas formas, en un vistazo rápido, al encontrar la tecla de la luz, repasó los adornos más caros. En su lugar de siempre estaban las estatuillas de los premios literarios internacionales más prestigiosos, entre los que sólo faltaba un Nobel, pero no por robado, sino porque el ilustre esposo jamás lo llegó a recibir. 

El abogado tuvo de pronto un presentimiento, y dejó de revisar las pertenencias de la viuda para enfocarse en esas pocas que quedaban de él; aquellas reliquias tan íntimas que no habían ido a ningún museo ni exposición del insigne literato. En una larga vitrina descansaban unos anteojos muy gruesos y un reloj de bolsillo con los números en relieve, de los que se valía el escritor, invidente en el tramo maduro de su vida. Sin duda para tener a la vista esas reliquias, en sus últimos tiempos la viuda había movido la vitrina cerca de su cama. Aún se veían las huellas de la anterior ubicación, donde había estado por años, aunque ya habían empezado a borrarse por la ardua limpieza cotidiana. 

Entonces el abogado notó la gran ausencia. La falta del objeto en el cual, con una certeza repentina, supo que estaba guardado el testamento, también ausente, de la difunta dueña del legado. Salió a la calle, pero ya la ciudad era una selva nocturna, y el colectivo que llevaba a la empleada a su periferia suburbana se alejaba entre los bocinazos. Antes de entrar de nuevo, derrotado, el abogado vio la bolsa de basura abandonada a metros del contenedor de residuos, junto a los elementos de limpieza desparramados y la cabeza de un lampazo al que le faltaba el palo.


La ex empleada no volvió a su casa, sino que viajó por horas, combinando líneas de autobuses, hasta una casilla donde, décadas atrás, había muerto otra empleada correntina, despojada de su herencia. En sus manos, ya librada de su disfraz de lampazo, tenía una caña cortada y moldeada en Japón: el bastón que sirvió como báculo al escritor ciego y que, al morir él, fue conservado por su esposa como uno de los más valiosos bienes heredados, uno símbolo material de los invaluables derechos de su obra literaria. Legado que ahora, sin el testamento de la viuda, tendría un destino incierto, pero seguramente muy distinto al que ella hubiera deseado. La joven correntina, pariente remota de la que fuera empleada, confidente y enfermera del autor, se sabía también depositaria de un legado que le tocaba hacer valer: una justicia que poco tiene que ver con juicios y formalidades leguleyas.

En los minutos previos al amanecer, llegó a la última morada de la antigua doméstica, “la sirvienta” como se le dijo tantas veces. Frente a la casilla, empuñó el bastón con firmeza y lo partió en un solo golpe. De la caña hueca cayó un fino rollo de papeles, y algunas páginas se esparcieron en la calle de tierra; la mujer ni se detuvo a leerlas, captando apenas los nombres de unas instituciones extranjeras y la firma de su difunta patrona. Con los mismos trozos de la caña partida hizo un modesto fuego, y quemó allí las hojas de un testamento que ningún otro ojo volvería a mirar. Recitó unas palabras en perfecto guaraní, saludó con respeto al recuerdo de su antecesora, y se alejó de las cenizas calientes con la satisfacción de haber honrado su legado, mientras en el oriente, sobre el río, clareaba una vez más el alba cómplice. 


3 comentarios:

  1. ¡Qué buen cuento.Mantiene el suspenso hasta el final !!

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  2. Vine por el sinso casper! Una belleza de cuento!

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  3. Muy buen cuento Casper!!! Me encantó!! Desde el sinso bancando los trapos

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