de Damián Cametho
“Papé Satán, Papé Satán, aleppe!”
Los
puedo ver desde donde estoy. Me siento en mi sillón de cuero de cara al
gran ventanal, y puedo verlos. Sé que ellos están condenados y que deben
odiarme, quizás porque yo soy aquel que les asigna esos enormes pesos que
empujan, esos pesos que son tan grandes como los pecados que los trajeron hasta
aquí. Soy esa cara visible que, aunque quisieran, ellos jamás podrían verla
detrás de este vidrio espejado que les da la ilusión de que son el doble de
cantidad de personas, caminando en el mismo espacio circular. Ya ni recuerdo
cuándo fue la última vez que uno de ellos me miró. ¿Fue ayer?, ¿Fue hace un
siglo? ¿Alguna vez uno de ellos me miró?
Afortunadamente
no tengo que concentrarme mucho. Sólo tengo que mirarlos cada tanto, y por
suerte el teléfono suena bastante seguido. Un mayor número de llamadas
significa más papeleo, más papeleo, equivale a más condenados, y la esperanza
de quizás obtener un ascenso. Hay veces que simplemente me gustaría que el
Gerente me llame para felicitarme, para entregarme alguna distinción por los
años de servicio leal. Ya no recuerdo ni cuándo empecé a trabajar en este
círculo. ¿Fue ayer?, ¿Fue hace un siglo?, ¿qué hacía antes de esto?
Cada
vez son más y el lugar les queda chico. Los choques entre aquellos condenados
con sus ficticios dobles en el lado espejado del gran ventanal, se dan cada vez
con más frecuencia. Creo que el Gerente está dándome más trabajo porque
quiere que le muestre mi valía. Quiere que le muestre nuevamente a aquel
ser capaz al que le asignó esta oficina y en su benevolencia, le regaló este
sillón de cuero. Pero ya ni recuerdo cuándo es que me dio este trabajo. ¿Fue
ayer? , ¿Fue hace un siglo?, ¿Qué hice para obtener este trabajo?
Día de
la reunión anual de los Jefes de Círculo. Finalmente puedo presumir mis logros
al administrar el triple de condenados que cualquiera de los otros , el índice
de codiciosos que entraron este año seguro me hace ganar ese tan preciado
ascenso. Ya estoy saboreándolo, ya quiero echárselo en cara a aquellos de
Traición o Lujuria, que se creen los más importantes. Seguro que el Gerente me
dará algún otro mueble nuevo, alguna otra concesión. Aunque sinceramente ya no
me acuerdo cuándo fue que me dio el primer sillón de cuero. ¿Fue ayer?, ¿Fue
hace un siglo?, ¿Acaso no estaba cuando yo entré por primera vez a la oficina?
Es
indignante! Por desear un ascenso me asignaron tareas de campo en la planta
circular. Me paso las tardes caminando entre ellos, con el poco espacio que
hay, y teniendo que soportar siempre las mismas preguntas de unos a otros
“¿Por qué agarras?”; “¿Por qué tiras?”. No entiendo esta medida de la cúpula
gerencial, pero estar en contacto con éstos hace que en mi se despierte cierta
curiosidad acerca de qué es lo que los trajo acá. Y a pesar de todo, ellos no
parecen reconocerme. Quizás no es tan mala idea dejar el sillón un rato. Aunque
realmente no recuerdo cuándo fue la última vez que pasé un día entero viéndolos
detrás del gran ventanal. ¿Fue ayer?, ¿Fue hace un siglo? ¿Dónde está el gran
ventanal desde donde los miraba?
El
espacio es cada vez más pequeño, tengo miedo de que ellos me confundan con uno
de los suyos. Aunque más indignante que eso es ver a los del otro lado,
aquellos que puedo ver un poco más allá de la multitud en la que me quedé
caminando; esos condenados hablando de derrochar sus miserables posesiones,
entre las que están esas grandes piedras doradas que cada uno empuja. Patéticos
seres que se repiten a si mismos en un acto inútil y cansador. El peso que me
asignaron para custodiar al empezar a hacer estas recorridas es al
menos dos veces del tamaño de cualquiera de las que hay en este círculo y no
tiene sentido moverla. Aunque no recuerdo cuándo fue que me dieron esta piedra. ¿Fue ayer?, ¿Fue hace un siglo? ¿Debería moverlo para que
no se atrevan a quitármelo?
Este
peso es enorme, ya casi no soporto la tarea que me impuse de moverlo; pero no
puedo permitir que algún condenado vulgar me lo quite, sino el Gerente no
volverá a ascenderme jamás. Puedo ver en sus sufridos ojos que desean mi carga
más que a nada en el mundo, que no se compara y que jamás van a estar a
mi nivel. Esta piedra gigante es todo lo que soy hoy, y no estoy dispuesto a
compartirla con nadie, esta piedra es mi trabajo, mis glorias pasadas, mis
ascensos, mi sillón de cuero. Pero ya no recuerdo cuándo fue que tuve un
sillón de cuero. ¿Fue ayer?, ¿Fue hace un siglo? ¿Quién fue el que me dio esta
piedra, en primer lugar?
Las
caminatas son eternas y extenuantes, pero hoy encontré algo curioso. Otra
persona tenía la misma piedra que yo. Mi sorpresa al verlo era inigualable, al
punto que admiraba y odiaba a esa persona que estaba enfrente mío, imitando mi
pose, casi de modo burlón, pero sabía que estaba del lado de los que no
acumularon méritos suficientes, él era de esos que se dedicaba a desperdiciar
los méritos acumulados por otros. Di dos pasos hacia él, pero como no parecía
intimidarse con mi bestial figura, sino que también avanzaba hacia mí opté por
tomar una distancia prudencial, como para que pueda escucharme, le pregunté
acerca del motivo por el cual pasó su vida entera desperdiciando sus bienes,
tirándolos sin sentido, pero en lugar de una respuesta, este ser nefasto me
lanzó otra pregunta, me preguntó por qué yo me dedicaba a acumular todos los
méritos, a agarrarlos y aferrarme a ellos. Ese insensato merece una lección,
pero hoy yo no soy una persona violenta, así que di media vuelta (no sin antes
notar que él hizo lo mismo) y comencé nuevamente a empujar la piedra. Pero no
recuerdo cuándo había visto a ese hombre en el pasado. ¿Fue ayer?, ¿Fue hace un
siglo? O quizás ese encuentro lo hemos estado teniendo por toda la eternidad
desde que alguien reformó el infierno.
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