de Damián Cametho
“Si lo quieres, tan solo salta”, dijo mi madre y yo
salté. Entré en caída libre por quién sabe cuántos metros, el viento me
impactaba en el rostro al punto de herirme
con sus gélidas caricias. A medida que me acercaba al suelo iba ganando
más y más velocidad y resultaba inevitable pensar que aquellas palabras que me
había dicho mi madre eran tan solo una farsa, una historia para niños que
buscan tontamente sus sueños. A medida que continuaba acelerando, todo mi
cuerpo fue ganando rigidez, paralizado por el miedo de que alguno de mis
miembros se desprenda de mi cuerpo al chocar con este cruel y frío viento, frío
como el presagio de que al final de esta caída iba a encontrar mi muerte. Un
final que se aproximaba cada vez más rápido, cada vez más cerca.
Pero algo dentro de mí, algunos le llaman instinto,
completó las enseñanzas truncas de mi progenitora, cuando ya podía ver en
detalle la vegetación escondida entre la nieve que cubría a la roca a la que me
dirigía con tanto apremio, abrí mis alas
y todo aquel viento que hacía unos segundos helaba mi cara, tensionaba mi
cuerpo y amenazaba, al menos en mi mente, con destrozarme ante el menor
movimiento, ahora se deslizaba por debajo mío. Paulatinamente mi cabeza fue
elevándose hasta quedar en un plano horizontal que se me hacía completamente
natural, costó dos o tres aletazos recuperar el equilibrio y que la sangre que
se había acumulado en mi cabeza volviera a circular por todo mi ser. Era la
primera vez que mis pies se encontraban ambos tan lejos de la tierra, una
sensación de liberación de todo vínculo con el mundo. Tres o cuatro batir de alas
y ya podía animarme a hacer algunas piruetas, a utilizar el viento a mi favor.
Cinco o seis sacudidas más y finalmente
comprendí que dominaba el aire. Casi ni precisaba moverme, pero aquel viento
que lastimaba mi cara segundos atrás, ahora me acogía y reconfortaba, me
elevaba o descendía, me hacía ir más rápido o más lento, todo según mi
voluntad.
La sensación de atravesar el cielo por sobre las nubes no
es algo de lo que todos puedan preciarse; ni entre los más fuertes de mis
hermanos he visto alguno que se atreviera a tomar la altura que yo estaba
ganando. El fulgor del sol reflejado en ese colchón incorpóreo de vapor blanco
dañaba ligeramente mis ojos, pero valía la pena, desde este lugar me encontraba
aún más libre del vínculo que me unía al nido terrenal.
Aquí yo soy el amo. Aquí no hay reglas, aquí soy uno con
el viento, soy uno con la eternidad. Aquí no existe otra cosa que no sea yo.
La blancura de las
nubes reflejadas por la estrella diurna me fundía a su naturaleza y no esperaba
otra cosa más que aquel momento se prolongara por toda la eternidad.
Pero luego de regodearme en la inmensidad que me proveía
el cielo diurno, el ocaso fue lentamente haciéndose presente. Aquel viento
iluminado por el sol blanco de las primeras horas del día se fue tiñendo de
naranja, y con él se tiñeron las nubes, debajo de mí, e incluso mi propia
esencia, que era una con ese entorno.
En ese momento
entendí que mis alas estaban algo cansadas. Me di cuenta que el vínculo con el
nido no había desaparecido, sentía pena por abandonar ese espacio tan mío, y
hasta creía percibir que las nubes se sentían algo nostálgicas de que yo me
marchase, que el astro que caía ya por el oeste con sus últimos rayos me
enviaba caricias sobre la espalda como pidiéndome que me quede un rato más,
pero mis alas pesaban y no tuve más opción que volver al lugar al que realmente
pertenecía.
Poco a poco el paisaje fue recomponiéndose, abandoné la
pureza del cielo, que ya estaba teñida con la oscuridad de la noche sin luna y
continué mi descenso, pero no era uno violento como el del amanecer, este
descenso traía conmigo una sensación de realización, el aire ya no lastimaba mi
cara, sino que me acompañaba al punto de que ya no lo percibía como algo ajeno
a mi ser. Algo de esa fusión con el cielo permanecería en mí. Paulatinamente
fui escondiendo mis alas y mis ojos fueron iluminándose por las tenues luces
que alumbraban aquel sitio y muy suavemente fui acomodándome en el lugar que el
resto me había dejado. Ya no estaba solo. Ya no era el amo, no dominaba el
cielo, me encontraba viendo a un hombre narrando alguna historia frente a mí y
no pude evitar mirarlo a los ojos cuando él repitió aquello que una vez dijo mi
madre… “Si lo quieres, tan solo salta”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario