de Rodrigo Fiorín
La Reina de las
diosas desea nuestra desgracia. Pero no es eso lo que debe preocuparnos,
sobrino mío. Aunque los dioses todos se dispusieran a favorecernos, nuestro
destino siempre sería desdichado.
Ve, incendia el
bosque y prepara cien tizones que ardan profundamente. El dragón que
enfrentaremos tiene muchas cabezas. Algunos dicen que siete, otros juran que
nueve. Y los oscuros habitantes del pantano me prometieron cien. La verdad es
que su número es infinito, porque tan pronto uno las corta vuelven a crecer.
Por eso debes
preparar los tizones y estar muy atento. Cada vez que yo corte una cabeza,
acercarás la brasa al muñón sangrante y quemarás la herida hasta cauterizarla.
Si los sabios del pantano no mienten, este proceder evitará el crecimiento de
nuevas cabezas. Pero no estoy seguro. Alguien me ha dicho que entre todas ellas
hay una que es inmortal y que seguirá en beligerancia, aún arrancada del cuerpo
del dragón. Por eso deberemos enterrar profundamente cada cabeza cortada.
Debes tener
cuidado. El pantano está lleno de ciénagas hambrientas. Otro peligro es el
aliento del monstruo. De sus bocas numerosas proviene un hedor, cuya percepción
es mortal para los hombres y para las bestias.
Algunos creen que
el destino me será propicio sólo por ser hijo de Jove. Has de saber que la
paternidad no significa nada para un inmortal. Sólo los que van a morir se
ocupan de sus sucesores.
Maldito sea el
nombre de nuestro primo, ese hombre cobarde e incompleto que se esconde dentro
de una jarra.
Ve, sobrino,
incendia el bosque. Las selvas ardientes agradan a Jove.
Eso sí, mira donde
pisas. La diosa ha provisto al dragón de una ayuda rastrera: la alimaña que
llaman Cárcino. Yo afilaré el harpe y juro que su filo será inexorable. Pero
debes saber algo, joven amigo: todo es inútil. Tal vez podamos matar a la serpiente.
Tal vez pueda yo librarme del yugo de mi primo cumpliendo las diez penitencias
que los dioses le han autorizado a imponerme. Pero las desgracias son como las
cabezas del dragón. Superada una, es sustituida por otra. Matar a la Hidra o no
matarla da lo mismo. La victoria o la derrota no cambian nada.
Nuestra sola
respuesta es el furor. No hay justicia posible. No hay paz razonable. No hay
felicidad que no sea engañosa. Sólo existe la ira, que hace a los hombres
parecidos a los dioses. Incendia ya mismo el bosque entero y quema
especialmente los árboles que no has de usar. Asegúrate de que la inocencia no
sea discriminada. ¡Ay de nosotros, Yolao! Matemos y que nadie conjeture el
método de nuestra ferocidad. Perdonemos cada tanto, sólo para ser incomprensibles.
Quiero morir,
quiero morir, Yolao. ¿De qué sirve vivir si uno no es un dios?
Es de Dolina no de Fiorín.
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