de Roxana D’Auro
Yo tendría tres años,
cuatro tal vez, y mi madre, en un agobiante verano porteño, decidió anotarme en
una colonia de vacaciones de un jardín francés. Doble escolaridad, con
almuerzo y una Pelopincho en el patio donde
los niños nos remojábamos en nuestros orines.
Recuerdo que el jardín
era francés porque mi madre, tratando de
justificar su decisión, después de los acontecimientos, hablaba con las
vecinas, siempre insistiendo: “era un
jardín francés”, “el mejor del barrio”, “carísimo”.
De tanto escucharla
siempre supe que era francés y además lo
supe desde el primer día en el salón de
música. Una vez al día íbamos a la sala de música donde la “mademoiselle” sentada muy erguida
en el taburete giratorio luciendo su nuca desnuda con el cabello recogido en un rodete
que nosotros observábamos desde atrás, sentados en las gradas de madera
, golpeaba las teclas de un piano desafinado con largas uñas pintadas de rojo mientras
nosotros cantábamos repitiendo sin sentido:
Dormez-vous
Dormez-vous
Sonnez les matines! Sonnez les matines!
Din, dan, don Din, dan, don.
Sonnez les matines! Sonnez les matines!
Din, dan, don Din, dan, don.
Puedo hoy en día, cuarenta y cinco años
después, todavía cantar esa canción, grabada a fuego en algún lugar de mi
memoria.
A mi no me gustaba el jardín. Prefería estar
en el balconcito de la pensión que daba
a Av. Castro Barros, sentando todas mis muñecas en el suelo para contarles
cuentos.
A mi no me gustaba la comida. Ni las
señoritas que se hacían llamar
“mademoiselles” y se hacían las lindas pero eran feas. Y malas.
Pero mamá parecía tan contenta de que yo pudiera ir al jardín francés.
Seguramente era importante y muy fino aprender a decir Dormez-vous Dormez-vous.
Tampoco me gustaba el baño.
Estaba sucio, siempre sucio, y por sobre todas las cosas, lo que no me
gustaba es que tenía una puerta de esas con maderitas que
parece que estás meando a la vista de todo el mundo, pero la verdad es
que no, pero cuando sos chiquito no entendés lo de la inclinación y el
ángulo de visión. Por eso cerrás los
ojos, para que los demás no te vean. La cuestión es que me las aguantaba, por
sucio y por las maderitas, y un día me meé, me oriné encima, me mojé
toda, me mojé la bombacha, íntegra.
La “mademoiselle” se enojó muchísimo
conmigo porque seguro que en Francia las
nenas francesas no se hacían pis encima,
decía un montón de cosas en francés pero
ninguna era ni parecida a Dormez-vous
Dormez-vous, y me sacó la bombacha adelante de todos mis compañeros y me encerró en el baño, sin nada “abajo”,
sólo con un vestidito. Estuve todo el día ahí adentro de ese baño donde decían
que no me veían pero yo creía que sí , que me veían que estaba encerrada ,
porque yo los vi toda la tarde , a mis compañeros cuando se metían en la pileta
y a las señoritas francesas esas o que
se hacían las francesas cuando hablaban
y se cruzaban de brazos y hacían como
que no me veían y después cuando
se fueron a tomar el té y el
patio quedó vacío con una resolana que me enceguecía adentro por las rendijas .
También vi cuando llegó mamá a buscarme. Me
abrieron la puerta y fui corriendo y
cuando me hizo upa, sus manos regordetas y calientes tocaron mi cola desnuda y helada.
“No tiene bombacha”, dijo
y comprendí más aún la gravedad,
la ofensa.
Estaba sin bombacha, era una verdad
contundente. Parecía no importar haber estado encerrada allí toda la tarde, lo
grave era la ausencia de ese minúsculo trozo de tela.
¿Qué era realmente estar sin bombacha? Había
algo grosero en ese despojo, pero ¿cómo podía ser grosera la desnudez de una
niña de cuatro años? ¿No era la mirada grosera del ojo adulto la que vulneraba mi desnudez? Mis ojos
estaban llenos de lágrimas y tenía un
ahogo en el medio del pecho. Caminamos rapidito por la calle con mamá y la
brisa del verano pretendía develar mi nudismo. Yo sentía que en cualquier
momento ese viento Din, dan, don Din,
dan, don iba a levantar mi
vestido como cuando suenan las campanas
Din, dan, don Din, dan, don y todos
los autos iban a frenar y los peatones
parar y la gente en las tiendas dejar de
comprar y hasta los perros se pararían en seco
y el mundo entero dejaría de girar
en ese instante en el cual todos
me verían en la calle y sin bombacha .
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