miércoles, 30 de julio de 2014

Sin bombacha

de Roxana  D’Auro

Yo tendría tres años, cuatro tal vez, y mi madre, en un agobiante verano porteño, decidió anotarme en una colonia de  vacaciones  de un jardín francés. Doble escolaridad, con almuerzo y una Pelopincho en el patio donde  los niños nos remojábamos en nuestros orines.
Recuerdo que el jardín era francés  porque mi madre, tratando de justificar su decisión,  después  de los acontecimientos, hablaba con las vecinas, siempre insistiendo: “era un jardín francés”, “el mejor del barrio”, “carísimo”.
De tanto escucharla siempre supe que era francés  y además lo supe desde el primer día  en el salón de música. Una vez al día  íbamos  a la sala de música  donde la “mademoiselle” sentada muy erguida en el taburete giratorio luciendo su nuca desnuda  con el cabello recogido  en un rodete  que nosotros observábamos desde atrás, sentados en las gradas de madera ,  golpeaba las teclas  de un piano desafinado  con largas uñas pintadas de rojo mientras nosotros cantábamos repitiendo sin sentido:
Dormez-vous  Dormez-vous
Sonnez les matines! Sonnez les matines!
Din, dan, don Din, dan, don.
Puedo hoy en día, cuarenta y cinco años después, todavía cantar esa canción, grabada a fuego en algún lugar de mi memoria.
A mi no me gustaba el jardín. Prefería estar en el balconcito de la pensión  que daba a Av. Castro Barros, sentando todas mis muñecas en el suelo para contarles cuentos.
A mi no me gustaba la comida. Ni las señoritas  que se hacían llamar “mademoiselles” y se hacían las lindas pero eran feas. Y malas.
Pero mamá parecía tan contenta  de que yo pudiera ir al jardín francés. Seguramente era importante y muy fino aprender a decir Dormez-vous  Dormez-vous.
Tampoco me gustaba el baño.
Estaba sucio, siempre sucio,  y por sobre todas las cosas, lo que no me gustaba  es que tenía una puerta  de esas con maderitas  que  parece que estás meando a la vista de todo el mundo, pero la verdad es que no, pero cuando sos chiquito no entendés lo de la inclinación  y  el ángulo de visión. Por eso  cerrás los ojos, para que los demás no te vean. La cuestión es que me las aguantaba, por sucio  y por las maderitas,  y un día me meé, me oriné encima, me mojé toda, me mojé la bombacha, íntegra.
La “mademoiselle” se enojó muchísimo conmigo  porque seguro que en Francia las nenas francesas no se hacían  pis encima, decía un montón de cosas en francés  pero ninguna   era ni parecida a Dormez-vous  Dormez-vous,  y me sacó la bombacha  adelante de todos mis compañeros  y me encerró en el baño, sin nada “abajo”, sólo con un vestidito. Estuve todo el día ahí adentro de ese baño donde decían que no me veían pero yo creía que sí , que me veían que estaba encerrada , porque yo los vi toda la tarde , a mis compañeros cuando se metían en la pileta y a las señoritas francesas esas  o que se hacían las francesas  cuando hablaban y se cruzaban de brazos  y hacían como que no me veían  y después   cuando  se fueron a tomar el té  y el patio quedó vacío  con una resolana  que me enceguecía adentro por las rendijas .
También vi cuando llegó mamá a buscarme. Me abrieron la puerta y fui corriendo y  cuando me hizo upa, sus manos regordetas y calientes  tocaron mi cola desnuda y helada.
“No tiene bombacha”, dijo  y comprendí más aún  la gravedad, la ofensa.
Estaba sin bombacha, era una verdad contundente. Parecía no importar haber estado encerrada allí toda la tarde, lo grave era la ausencia de ese minúsculo trozo de tela.

¿Qué era realmente estar sin bombacha? Había algo grosero en ese despojo, pero ¿cómo podía ser grosera la desnudez de una niña de cuatro años? ¿No era la mirada grosera del ojo adulto  la que vulneraba mi desnudez? Mis ojos estaban llenos de lágrimas  y tenía un ahogo en el medio del pecho. Caminamos rapidito por la calle con mamá y la brisa del verano pretendía develar mi nudismo. Yo sentía que en cualquier momento  ese viento Din, dan, don Din, dan, don  iba a levantar mi vestido  como cuando suenan las campanas Din, dan, don Din, dan, don  y todos los autos iban a frenar  y los peatones parar  y la gente en las tiendas dejar de comprar y hasta los perros se pararían en seco  y el mundo entero dejaría de girar  en ese instante en el cual  todos me verían en la calle y sin bombacha .

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