de Martha Alicia Lombardelli
HOLA
AMOR MÍO:
Como ha pasado tanto tiempo desde el día en que te fuiste diciendo que en quince días
estabas de regreso, he decidido escribirte para contarte algo que deberías
saber.
He comprobado que te amo.
Ese hecho es totalmente independiente de tu reciprocidad. Trabajar sobre mi
persona hace que no vea el amor como moneda de cambio, y sí como una donación
que podemos hacer a determinadas personas, demás seres vivos y, hasta a algunos
objetos que nos hacen más agradable la vida cotidiana. Como la mecedora frente
al hogar, con Batuke durmiendo sobre la alfombra y
nosotros leyendo un libro que no se encuentra en Internet. O escuchando música,
esa de los Beatles que te gustaba tanto y solías silbar tan bien. Mientras
tallabas la madera buscando mi rostro, recuerdo que me hablabas de Diógenes con
tanta admiración. Yo te discutía la salud mental del filósofo del tonel. Pero
estábamos juntos.
Eso es lo que quería
decirte. Lamento que fuera imposible hacerlo porque las últimas noticias tuyas que he tenido son
muy tristes. Esta carta se la daré a tu mamá, espero que ella te la entregue
donde quiera que estés.
Terminó
de leer la carta que su madre le alcanzó y se quedó pensando, mientras dejaba
que el papel se deslizara de su mano como un pájaro herido. Luego, con el pulso tembloroso asió la botella
de ginebra y se la acercó a sus labios hasta terminar la bebida. Sus ojos,
rodeados de sombras oscuras, se llenaron de lágrimas y adquirieron un color
rojizo.
Había
terminado el horario de visitas. Su madre envolvió con un viejo diario la
botella y la metió en el bolso; le secó las lágrimas, le dio un beso en la
frente y se marchó. Sin manifestar ninguna expresión en su rostro, él la siguió
con la mirada perdida.
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