martes, 9 de septiembre de 2014

OPUNTIA FICUS-INDICA

de Martha Alicia Lombardelli

Desde la tranquera hasta la casa, caminás alrededor de una cuadra y media. Tenés dos opciones: ir por la huella de los vehículos o por el sendero  lindante al campo vecino. Sé muy bien que preferís el sendero.  Él te da la oportunidad de verla y enterarte si ya está en flor; comprobar si alguna de sus flores se transformó en fruto. El sendero te asegura el encuentro con ella: la Opuntia Ficus-Indica. Te gusta llamarla así aunque sabés que su nombre es higo tuna.
Tu familia dice que sus frutos se comen y son dulces, pero nunca lo han hecho, porque están protegidos con espinas. Toda ella está cubierta de espinas: no solo sobre sus frutos sino también en la superficie de sus gruesas  hojas con forma de paleta. En definitiva, cuesta tanto trabajo llegar a la sabrosa pulpa, que prefieren ignorarla por completo.  Saben que está ahí, no la olvidan: aislada, ignorada y sin valor. A pesar de sus flores blancas y pulcras y sus frutos jugosos, dulzones, no inspira jamás una exclamación que la elogie. Pensás que fue esa situación de la tuna la que te llevó a sentir afecto por ella.
Te gusta sentarte a su lado con cuidado, a una distancia prudente de sus  espinas.  Luego,  despacio te sacás la máscara que usás en la calle. Buscás en tu bolso, la de hija y te la colocás cuidadosamente. Guardás –desde pequeña- una colección de máscaras adecuadas a las distintas situaciones: la alumna estudiosa, la amiga leal, la novia amorosa, la amante esquiva, la hija simuladora… Jamás probaste andar sin ellas.  Pensás que tenés mucho en común con la Opuntia Ficus Indica; sabés florecer  cuando te enamorás, tu ternura, tus besos y caricias  son como frutos deliciosos. Pero al igual que ella, cuando te sentís atacada te brotan espinas en defensa propia. Ya ni podrías decir si las máscaras son para protegerte,  para tener un refugio tras ellas o para que no te conozcan.
Cada novio que tenés, recibe tu invitación a encontrarse en las cercanías de la tuna.  Es el lugar elegido para disfrutar de la intimidad. Ahí le ofrecés el despliegue generoso de tus afectos y el deleite de tus dones. También le ocultás la insidia de tus espinas. Los novios retoñan al ritmo de las tiempos. Se estrenan en primavera y siguen su curso indefectible hasta la próxima estación; en verano, en otoño y en invierno.
En los días previos al verano tu corazón se alborotó. Le diste cita al que podría ser el novio del verano que recién comienza.  Le indicaste cómo encontrarte, a la hora de la siesta,  junto a la tuna. Mientras, tú estarías esperándolo, leyendo La Metamorfosis de Kafka, que recién habías empezado. Más o menos a la hora acordada, el novio llegará, su paso será firme, seguro de sí mismo y de su elegante aspecto. Lo mirarás sonriente y esperanzada en que vea tus frutos tempranos y lo seduzca tu aroma o el color. Pero nada de eso pasará.
Él dará vueltas a tu alrededor, cuidadoso de no rozar las espinas.  Notarás que te elude sin verte.  Aguardará,   caminando hacia un lado y otro, casi un cuarto de hora. Luego, con un gesto malhumorado explotará:
– ¡A mí no me hace esperar nadie y… menos esta mujer!

 Sorprendida y humillada -sin saber por qué- lo verás alejarse.

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