de Roxana D'Auro
A Néstor, que comparte
desinteresadamente sus recuerdos conmigo,
a sabiendas de que
haré uso a mi antojo de sus memorias .
-¡Mirá lo
que son esas hembras!
- Son
tipos boludo, son tipos.
Yo tendría
ocho, nueve años y desde que
terminaban las clases y rompía mis
cuadernos para tirarlos como papelitos
en la cancha, lo más emocionante del verano era el carnaval.
Vivíamos en
el bajo y teníamos nuestro propio corso.
Unos roñosos banderines de hule y unos cables con
lamparitas de colores.
Seguramente una o dos cuadras afectadas al desfile, que para mi mirada infantil era una interminable caravana de estrellas.
Todos esperábamos el cierre con la entrada triunfal de la carroza de “Las
Maravillas”.
Cuando digo todos no hablo solamente de los pibes
que andaban siempre conmigo, hablo de mis viejos, de los abuelos, del barrio
entero, que sacaba sillas y reposeras a
la vereda, para no perderse detalle.
La carroza de “Las Maravillas” era una
base escalonada arrastrada por un
rastrojero. Arriba, llevaba a su reina y
a ambos lados a dos princesas, mientras que detrás cerraba un cuerpo de bailarinas.
Escribo esto y
pienso que más de uno debe
haber abandonado ya la lectura de algo que no parece particular ni especial, algo que era moneda corriente en los barrios, en los pueblos, allá en los sesenta, hasta los albores de los setenta.
Pero la comparsa “Las Maravillas” sí que era singular.
Las Maravillas era un cabaret.
El cabaret del bajo, que tenía su comparsa, la
mejor comparsa del carnaval.
Al Gordo, que era el dueño, se le había ocurrido
la idea. ¡Qué mejor propaganda que las
chicas en bolas por la calle, a la vista
de todos los vecinos, sin pagar publicidad y
sin censura, que en el carnaval está todo permitido!
Martita era la que estaba “más buena”, como decían
los pibes, los otros, los de catorce, que ya estaban meta paja.
Y un poco
entendían, por algo la habían puesto de reina.
La melena morocha suelta, la piel dorada, morena,
bronceada, sin marcas de malla, ¿tomaría sol en pelotas? o ¿habría mujeres que
tendrían el cuerpo así, de madera
lustrada?
Tenía los ojos negros y los usaba. Te miraba de
frente, de lleno, no te bajaba la mirada.
Y una boca carnosa, siempre humedecida, con una sonrisa maliciosa. Creo
que viendo esa boca tuve mi primera erección.
Lo demás era tan escandaloso que no nos alcanzaban
los ojos, así que íbamos corriendo como perritos al lado de la carroza, a lo largo de todo el desfile, como los
cuzcos corrían el carro del huevero a la
hora de la siesta.
Para mirarla. Para mirarla bien de atrás, de
adelante, de abajo, era toda para mirar.
Los hombros torneados, los pechos enormes, con los
pezones cubiertos con unas pezoneras
con flecos que le bailaban al ritmo que bailaban sus carnes y ahí abajo, una tanguita, ¡qué tanguita! ¡un hilito
nomás!, en la época en que las polleras recién empezaban a subirse por encima de la rodilla, en la época
en la que la mayoría de mis amigos
hacían natación en el club sólo para poder ver a las chicas en enteriza.
Toda subida esa carne arriba de unos zapatos
plateados con plataforma y tacón que la hacían lucir como una escultura en un
pedestal.
A los costados, las princesas: dos travestis.
Reflexiono hoy a las distancia en el lío que tendría en mi mente infantil.
Apenas hacía unos meses había descubierto quienes
eran los Reyes Magos y ahora descubría que aquellas hembras, imponentes, voluptuosas,
eran tipos.
Escuchaba cosas
que los otros decían: “se la dejan
meter por el culo”, “o te la meten a
vos”.
Yo, sonreía nerviosamente. Había logrado con esa
sonrisa una neutralidad que me protegía,
era aprobar y a la par disentir, porque
había algo incierto en esos
relatos, siempre los grandes dispuestos a gastar a los más chicos, pero a la vez la contundencia de los dos personajes en la caravana me hacia dudar ¿Quiénes se la meterían?
¿Quiénes se la dejarían meter?
Miraba a mí alrededor, a mis vecinos, mis amigos, los comerciantes del
barrio. Tenía fugaces destellos,
instantáneas en mi mente que descartaba de inmediato porque ¡cómo iba a ser posible que el papá de la
Vivi! , o el tano de enfrente o mi papá
o el cura, no, seguramente me cachaban
porque era el más chico.
Además todo el mundo se divertía tan sanamente.
Los travestis
lucían como madrinas de
casamiento, con vestidos largos, todos
bordados y pestañas postizas y pelucas y pechos (¿cómo era que tenían
pechos?), bailaban y arengaban a la
gente que se amontonaba en el cordón de la vereda. Todos los aplaudían y gritaban y los vitoreaban . Las “traviesas”, entonces,
se animaban más y si veían a un pelado,
se acercaban y con una franela le
lustraban la pelada. Las esposas y las familias enteras reían y festejaban, por eso, por eso mismo pensaba
que me cachaban por ser el más chico, el gil de la barra.
Atrás venía el cuerpo de bailarinas, más
deslucidas, algunas viejas ya,
malpintadas para disimular las arrugas y la huella que deja la noche en
los rostros, otras jóvenes pero sin gracia, enclenques, daba la sensación de
que habían abierto el gallinero y todas se habían escapado. Cansadas, pienso
ahora, del trabajo que crecía en el carnaval, tal vez desfilaban sin dormir,
por eso su pasos inciertos, el tocado de
plumas mal arreglado.
En cambio Martita, no estaba actuando de reina,
era la reina.
Desde arriba dominaba la escena.
Antes de arrancar se agarraba con fuerza de unos palos que tenía a los
costados para sostenerse, las uñas postizas rojo sangre, se le clavaban en sus
propias palmas y oteaba a lo lejos,
buscando entre la gente.
Después, desafiante, saludaba y tiraba besos a los grupos familiares.
Todos los pendejos la mojaban, con espuma los que tenían una moneda para
comprar un frasco de nieve, con agua de
los bomberos locos los otros.
El Gordo iba al lado espantándolos como moscas, rajándoles una puteada de
vez en cuando a los más insistentes y saludando.
Me llamaba la atención cómo saludaba, con una leve inclinación de la cabeza
y una caída de los ojos, un gesto delicadísimo en semejante bestia, siempre
desgreñado, con la camisa manchada y el
pantalón arrugado.
Fue ese gesto, ese gesto que repetía sutilmente con algunos hombres el que llamó mi atención.
A pesar de mis cortos años entendí la complicidad masculina que coincidía con la venganza descarada
de la reina que desde arriba miraba a los que siempre miraría desde abajo.
Comprendí que era muy difícil que
desde otros barrios vinieran hombres a
“Las Maravillas”, de tan bajo que estábamos, de tan pobres y perdidos.
Observé cómo los señores más respetables
bajaban disimuladamente la mirada, o en ese preciso momento se prendían
un cigarrillo.
La seguí, descubriendo a cada paso,
durante toda una cuadra.
Al pasar la esquina, en la vereda de enfrente, vi a mi madre, del brazo de mi padre que sostenía en sus hombros a mi hermanita
menor.
Me perdí la quema del Momo ese año.
De todas maneras…algo ya se había quemado en mi
interior.
Emilio Sapukai
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