martes, 9 de septiembre de 2014

Las Maravillas

                                        de Roxana D'Auro

A Néstor, que comparte desinteresadamente sus recuerdos conmigo,
a sabiendas de que haré uso a mi antojo de sus memorias .

-¡Mirá lo que son esas hembras!
- Son tipos boludo, son tipos.

Yo tendría  ocho, nueve años  y desde que terminaban las clases  y rompía mis cuadernos  para tirarlos como papelitos en la cancha, lo más emocionante del verano era el carnaval.
Vivíamos  en el bajo  y teníamos nuestro propio corso.
Unos roñosos banderines de hule y unos cables con lamparitas de colores.
Seguramente una o dos cuadras  afectadas al desfile,  que para mi mirada infantil era  una interminable caravana de estrellas.
Todos esperábamos el cierre  con la entrada triunfal de la carroza de “Las Maravillas”.
Cuando digo todos no hablo solamente de los pibes que andaban siempre conmigo, hablo de mis viejos, de los abuelos, del barrio entero,  que sacaba sillas y reposeras a la vereda, para no perderse detalle.
La carroza de “Las Maravillas”  era una  base escalonada  arrastrada por un rastrojero. Arriba, llevaba a su reina  y a ambos lados a dos princesas, mientras que detrás cerraba  un cuerpo de bailarinas.
Escribo esto y  pienso que más de uno  debe haber  abandonado  ya la lectura de algo que no parece  particular ni especial, algo que era  moneda corriente en los barrios,  en los pueblos, allá en los sesenta,  hasta los albores de los setenta.
Pero la comparsa “Las Maravillas”  sí que era  singular.
Las Maravillas era un  cabaret.
El cabaret del bajo, que tenía su comparsa, la mejor comparsa del carnaval.
Al Gordo, que era el dueño, se le había ocurrido la idea. ¡Qué mejor  propaganda que las chicas en bolas por la calle,  a la vista de todos los vecinos, sin pagar publicidad y  sin censura, que en el carnaval está todo permitido!


 Martita era su Reina.
Martita era la que estaba “más buena”, como decían los pibes, los otros,  los de  catorce, que ya estaban meta paja.
Y un poco  entendían, por algo la habían puesto de reina.
La melena morocha suelta, la piel dorada, morena, bronceada, sin marcas de malla, ¿tomaría sol en pelotas? o ¿habría mujeres que tendrían  el cuerpo así, de madera lustrada?
Tenía los ojos negros y los usaba. Te miraba de frente, de lleno, no te bajaba la mirada.  Y una boca carnosa, siempre humedecida, con una sonrisa maliciosa. Creo que viendo esa boca tuve mi primera erección. 
Lo demás era tan escandaloso que no nos alcanzaban los ojos, así que íbamos corriendo como perritos al lado de la carroza,  a lo largo de todo el desfile, como los cuzcos corrían el carro del huevero  a la hora de la siesta.
Para mirarla. Para mirarla bien de atrás, de adelante, de abajo, era toda para mirar.
Los hombros torneados, los pechos enormes, con los pezones cubiertos  con unas pezoneras con  flecos que le bailaban al ritmo  que bailaban sus carnes  y ahí abajo,  una tanguita, ¡qué tanguita! ¡un hilito nomás!, en la época en que las polleras recién empezaban a  subirse por encima de la rodilla, en la época en la que la mayoría de mis amigos   hacían natación en el club sólo para poder ver a las chicas en enteriza. 
Toda subida esa carne arriba de unos zapatos plateados con plataforma y tacón que la hacían lucir como una escultura   en un pedestal.
A los costados, las princesas: dos travestis.
Reflexiono hoy a las distancia  en el lío que tendría en  mi mente infantil.
Apenas hacía unos meses había descubierto quienes eran los Reyes Magos y ahora descubría que aquellas hembras, imponentes, voluptuosas, eran tipos.




 ¡Tenían pito!,  pero lucían como mujeres y a pesar de esa dualidad, ¡trabajaban  en el cabaret!  Esto último, muy  inasible aún para mi comprensión infantil, era lo que más me perturbaba.
Escuchaba cosas  que los otros decían: “se la dejan meter por el culo”, “o te la meten  a vos”.
Yo, sonreía nerviosamente. Había logrado con esa sonrisa  una neutralidad que me protegía, era aprobar y a la par disentir,  porque   había algo incierto  en esos relatos, siempre los grandes dispuestos a gastar a los más chicos, pero a la vez  la contundencia  de los dos  personajes en la caravana  me hacia dudar ¿Quiénes se la meterían? ¿Quiénes se la dejarían meter?  Miraba  a mí alrededor, a  mis vecinos, mis amigos, los comerciantes del barrio. Tenía fugaces destellos,  instantáneas en mi mente que descartaba de inmediato porque  ¡cómo iba a ser posible que el papá de la Vivi! , o  el tano de enfrente o mi papá o el cura, no, seguramente  me cachaban porque era el más chico.
Además todo el mundo se divertía tan sanamente.
Los travestis  lucían como madrinas  de casamiento,  con vestidos largos, todos bordados  y pestañas postizas  y pelucas y pechos (¿cómo era que tenían pechos?),  bailaban y arengaban a la gente  que se amontonaba  en el cordón de la vereda. Todos los  aplaudían y gritaban  y los vitoreaban . Las “traviesas”, entonces, se animaban más y si veían a  un pelado, se acercaban y  con una franela le lustraban la pelada. Las esposas y las familias enteras reían  y festejaban, por eso, por eso mismo pensaba que me cachaban  por ser el  más chico, el gil de la barra.
Atrás venía el cuerpo de bailarinas, más deslucidas, algunas viejas ya,  malpintadas para disimular las arrugas y la huella que deja la noche en los rostros, otras jóvenes pero sin gracia, enclenques, daba la sensación de que habían abierto el gallinero y todas se habían escapado. Cansadas, pienso ahora,  del trabajo que crecía en  el carnaval, tal vez desfilaban sin dormir, por eso su pasos  inciertos, el tocado de plumas mal arreglado.


  
En cambio Martita, no estaba actuando de reina, era la reina.
Desde arriba dominaba la escena.
Antes de arrancar se agarraba con fuerza de unos palos que tenía a los costados para sostenerse, las uñas postizas rojo sangre, se le clavaban en sus propias palmas  y oteaba a lo lejos, buscando entre la gente.
Después, desafiante, saludaba y tiraba besos a los grupos familiares.
Todos los pendejos la mojaban, con espuma los que tenían una moneda para comprar un  frasco de nieve, con agua de los bomberos locos los otros.
El Gordo iba al lado espantándolos como moscas, rajándoles una puteada de vez en cuando a los más insistentes y saludando.
Me llamaba la atención cómo saludaba, con una leve inclinación de la cabeza y una caída de los ojos, un gesto delicadísimo en semejante bestia, siempre desgreñado, con la camisa manchada  y el pantalón arrugado.
Fue ese gesto, ese gesto que repetía sutilmente  con algunos hombres el que llamó  mi atención.
A pesar de mis cortos años entendí la complicidad masculina  que coincidía con la venganza descarada de  la reina  que desde arriba miraba  a los que siempre miraría desde abajo.
Comprendí que era muy difícil  que desde otros barrios vinieran hombres  a “Las Maravillas”, de tan bajo que estábamos, de tan pobres y perdidos.
Observé cómo los señores más respetables  bajaban disimuladamente la mirada, o en ese preciso momento se prendían un cigarrillo.
La seguí, descubriendo  a cada paso, durante toda una cuadra.
Al pasar la esquina, en la vereda de enfrente,  vi a mi madre, del brazo de mi padre  que sostenía en sus hombros a mi hermanita menor.




 Martita se acercaba a ellos  con sus ojos delatores y yo, yo salí corriendo  para el otro lado, donde las calles estaban desiertas, en silencio, con algún borracho apostado en un rincón.
Me perdí la quema del Momo ese año.
De todas maneras…algo ya se había quemado en mi interior.




                                                                                                         Emilio Sapukai

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