martes, 9 de septiembre de 2014

Papá

de Roxana D'auro

“La presencia del hombre se expresa en el arreglo de una mesa, en unos discos apilados, en un libro, en un juguete.
El contacto con cualquier obra humana evoca en nosotros la vida del otro, deja huellas a su paso que nos
 inclinan a reconocerlo y a encontrarlo”
Ernesto Sábato
Cuando papá murió yo pensaba que ya estaba muerto.
Así que lo lloré dos veces. Por muerto la primera, por vivir y decidir morirse la segunda.

Después de recibir aquel llamado volví  a meterme en la cama. Muy mal gusto, si, de muy mal gusto  llamar tan temprano un domingo a la mañana para algo semejante. Di mil vueltas hasta que al final me levanté, me habían sembrado la duda. Googleé : Comisaría 19, Capital Federal  , copié el número  y  llamé. Sólo quería constatar  que yo estaba en lo cierto, que era una broma, o un llamado de éstos que dicen  que  te hacen el cuento del tío. Pero me atendió el mismo que había hablado conmigo hacía una hora nomás. Le pude reconocer la voz. ¡Cómo  ese  sonido inédito en mi haber de voces, tonos  y  musicalidades se había  transformado de pronto en  el eco crucial  de todos los acontecimientos que vendrían!
El llamado era verdadero. El llamado era para mí. Y sí , coincidía el apellido, con lo raro que es nuestro apellido, el segundo nombre que él usaba como primero  y su fecha de nacimiento , 6 de enero.
Sí, era El. Era Papá.
Había caído  fulminado por un ataque al corazón , en un bar , viendo  un partido de fútbol por televisión, tomándose una ginebrita tal vez, no lo sé,  ni siquiera puedo decir qué bebidas le gustaban o cuál era su favorita. Tenía en los bolsillos del pantalón un monedero de cuero con $1,85 centavos  y en el otro,  un manojo de llaves y su carnet de Estudiantes. El bar quedaba a un par de cuadras de donde vivía, por eso los vecinos lo reconocieron y pudieron  darle a la policía la dirección exacta.
-¿Y a mi?, ¿Cómo me ubicaron?
-Internet, señora, Internet. Todo está en Internet.

Lo más esclarecedor y terrible sucedería  luego, al entrar a su departamento, en el que no había en absoluto un vestigio  siquiera  mínimo de mi existencia en su vida, ni una carta o foto  o mi nombre escrito en una servilleta de un bar. Nada. Internet sabía más de mí que mi propio padre.
Hacía tiempo  que  había asumido  la muerte desconocida del padre ausente. Llegar a esa conclusión fue  el resultado de una búsqueda por años frustrante, pero al final era mejor tener un padre muerto que no tenerlo. Fue una buena fuente de la  Municipalidad de Benito Juárez, el lugar done él había nacido  y donde parecía que había muerto,   la  que me dio la información. Y ya no hubo a quien preguntar, ¿qué sentido tiene la duda si no existe la posibilidad de algo que la disipe? Todas las preguntas quedaron atropelladas ahí, furiosas,  como los pura sangre cuando están  preparándose para la largada.  Pero no hubo carrera, ni encuentro o reencuentro  y como bocados ásperos  me las fui tragando  una a una. Después  de aquel llamado dominguero, en el cual descubrí que el muerto estaba vivo pero terminó muriéndose , desconfié para siempre de los empleados municipales y  quedé  en semejante estado de shock que no era conveniente que manejara yo sola hasta Buenos Aires,  menos aún , en el destartalado vehículo que tenía por aquel entonces. En una hora estaba subida a  la camioneta de unos amigos  rumbo al encuentro con papá. Hay cuestiones que en los relatos deben quedar de lado. ¿Qué interesan las inclinaciones sexuales  de mis acompañantes? ¿O la música  que escuchaban durante el viaje?
Pero el combo de la pareja gay tarareando   la banda musical de las películas de Almodóvar para levantarme el ánimo  por tener que ir a  reconocer  el cuerpo  de mi padre al que no veía hacía  treinta años , considero  que puede ser  un condimento  interesante y por eso he dejado que se cuele en la historia . Cuando llegamos a la comisaría, quedaron fuera, para evitar el riesgo  de que los dejen adentro, tal su facha. Y como señoritos esperaron relojeando mis movimientos y los movimientos  de caderas de algunos morochos policías.
-¿Lo reconoce?, dijo el comisario  extendiendo el documento y el carnet donde aquel hombrazo de mis  fantasiosos recuerdos infantiles, alto y mastodonte, se había derretido  y transformado en un  viejito  con la expresión del rostro desdibujada por la flaccidez.
-Hace treinta años que no lo veo, fue la  coherente justificación que encontré  para mi cara de “no tengo ni la menor idea de quien es  este tipo”.
Pero el oficial, con profesionalismo, leyó nombre y apellido completo, además de fecha de nacimiento y si, tenía que ser El.
-¿Y ahora que se hace?, indagué.
- Tiene que ir hasta la Morgue Judicial a reconocer el cuerpo.
Yo, que soy una tipa elocuente, repetí:
-Hace treinta años que no lo veo….
-Al morir en la vía pública, son procedimientos que hay que cumplir.
-Un bar no es la vía pública
-Bueno,  pero es un espacio público
-Señor Comisario no creo que sea el momento para discutir conceptos entre lo público y lo privado…. ¿considera esto absolutamente necesario?
Me intriga esta profesión: policías, milicos. Atenerse a los procedimientos por más descabellados que sean. La vida no entiende de procedimientos .La vida se filtra, genera grietas, fisuras y ahí donde nada está ni puede estar escrito o establecido,  es ahí donde esta gente hace agua, se aferra a sus formularios como a una tabla en un gran océano y zozobran  en  el sinsentido absoluto.
Me trajeron de vuelta de mis devaneos mis amigos,  las mariquitas, chistándome através de la puerta y preguntándome: -¿Qué pasa?  El comisario se había ido, estaba hablando desde la otra habitación: -Si, Señor Juez, si,  vino desde el interior y…hace treinta  años que no lo veía, bueno, bueno,  de acuerdo, le digo. Voy a abreviar este asunto. En definitiva, zafé de aquel  último encuentro cara a cara con el muerto  que, coherente  a su manera de vivir, no tuvo mejor idea que morirse  en la calle, o en el bar, y nada menos que cuando se cumplía el bicentenario de nuestra patria, una seguidilla de feriados  que obligó a que duerma bajo cero en la morgue  porteña   una semana mientras yo me hacía cargo de….
-Acá tiene las llaves.
-¿De que?
-De la casa de su padre Señora, con lo que odio que me digan Señora.

Afuera las mariquitas ya habían comprado facturas y llamado a otra amiga  que  concurrió al socorro con una prontitud sorprendente y con  su hijo, su hijo de once años.
Con el hijo, las facturas, con las mariquitas,  formábamos todos un grupo heterogéneo que  podría haber ido  tanto a la  marcha del orgullo gay o simplemente  a donde el viento nos llevara, así de frágiles, como hojas.

El departamento era alquilado, había que vaciarlo  o tomar decisiones sobre las pertenencias de papá   antes de entregar las llaves al propietario.
Por primera vez en treinta años  entraría en el mundo más íntimo y secreto de mi padre. De alguna manera se develarían los misterios,  o tal vez tendría las respuestas a  aquellas preguntas.
Entrar a la casa donde hacía algunas horas había respirado, dormido, era como tener  el negativo e imaginar la foto. Cómo se desplazaría cansinamente en  la modesta habitación , cómo tantearía en la  cocina  sin luz, una taza o un vaso , uno aunque sea que quedara limpio, cómo amontonaría todos los papeles y cajas y la mugre en un rincón de la mesa para sentarse a tomar un té , sentarse en el borde  de la cama  que se apretujaba junto a la mesa , una cama  donde todavía las sábanas guardaban  los pliegues  provocados por el movimiento de su cuerpo .

Cuando estudiaba en Bellas Artes, durante  el primer año de mi carrera,  en la materia Dibujo el profesor Oliva, un hombre alto  y pelado,  que se escurría lento entre nuestros caballetes ,hizo algo que fue toda una revelación para mí en aquellos tiempos.
Sobre el taburete de siempre acomodó los cachados  objetos de yeso con los que   armábamos  las naturalezas muertas: unas frutas, una botella, un jarrón, un trapo colgando. 
Y dijo: “No dibujen  ningún objeto. Concéntrense en el espacio que hay  entre ellos, dibujen el vacío, la nada que los separa  y verán como  se manifiestan”.
Así, aplastante, se manifestaba papá,   con su cajón de servilletas  robadas a los restaurantes,cada una bordada con un nombre distinto, un recorrido por bodegones  y viejos  clubes de Buenos Aires, un verdadero mapa gastronómico  ; así , insolente, se mostraba en las cajitas con tarjetas personales donde  bajo su nombre  figuraban infinidad de oficios  que , obviamente , nunca fue:  asesor de seguros,  asesor de suelos , técnico en cultivos de soja , agrimensor ,  agente inmobiliario, viajante.
Tuve un recuerdo fugaz  de  mis siete u ocho años, llenando  una planilla que me habían dado en la escuela: datos personales de los señores padres y/o tutores. ¿Nombre y apellido? ¿Nacionalidad? ¿Profesión?
-Viajante,dijo mamá
-¿Y que hace un viajante?
-Viaja
Claro, viaja, se fuga, no está porque  esta yéndose todo el tiempo .Papá estaba yéndose de él mismo. Papá se fue  más que nunca, se mandó la gran fuga  y, sin embargo,  su vacío  se corporizaba en cada  rincón del asfixiante departamento.
Me vi a mí misma, paralizada en el medio de la habitación, con la cuadrilla alrededor  trabajando a todo motor. El hijo de once años a cargo de la tecnología, los chicos son los que más entienden  de aparatos. Mi amiga, despanzurrando carpetas y cajones en búsqueda de alguna documentación importante.
Las maricas probándose ropa  y pidiéndome  con cara de perro  vagabundo permiso para llevarse los sombreros. Emprendimos el regreso, como a las dos horas,  con la camioneta  cargada de trastos viejos. Mis amigos  estaban contentos, satisfechos, como si hubieran ido de shopping al Ejército de Salvación. Yo sólo traía  una foto  y un deseo irrefrenable de bañarme , de frotarme el cuerpo , de sacarme toda la ropa  y lavarla , quemarla de ser posible , y que nada , nada de mí, se impregnara  con ese olor . Una foto y un olor,  fue lo único que pude traer. No había una mesita de luz con un libro  marcado que me invitara a  pasar mis ojos por las líneas donde sus ojos se posaron , ni un CD en el equipo de música  que  haga resonar en mis oídos  la última canción que tal vez tarareó , nada de todo lo que puede hacer distintivo a un ser , nada de eso estaba presente, y en esa  abrumadora ausencia de signos  se revelaba mi padre como un gigante vacío , una cáscara que estaría  durmiendo ya   en la morgue de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires.

Pensé en terminar la historia acá y hasta dejar la frase de la morgue como remate final, pero sería muy egoísta de mi parte  guardarme  los acontecimientos que sucedieron después.

El edificio donde vivía papá era  pequeño, de cuatro  pisos, de dos departamentos por piso, sin portería, cuidado por los propietarios o inquilinos, así que tras la ardua tarea  de desplume de todas las carpetas , cajas y cajones , mi amiga  asumiendo  su rol de detective, encontró  unas expensas , impagas , por supuesto,  donde  estaba el nombre del  administrador.
Pasado el larguísimo feriado de festejos patrios ella  lo contactaría para ubicar al  propietario del departamento  y  hacer  la entrega de las llaves del mismo. Fue un favor que agradecí, dada la distancia  y el estado en el que yo  me encontraba .Pero como bien dije antes, la vida no conoce de procedimientos, de secuencias lineales, nunca son las cosas como deberían ser.
Recibí el llamado de  mi amiga casi una semana después.
-El departamento  no estaba alquilado por tu padre. El que lo alquila es un tal Walter Pérez que es viajante  y precisamente  ahora está fuera de la ciudad.
En ese momento no supe qué sería peor,  si tener que desestimar la frágil construcción de la identidad de mi padre que había hecho con retazos, o pedirle a las mariquitas que devuelvan todo porque   por error nos habíamos metido en  el departamento de otro. Pero yo tenía la foto, la foto de papá, y todavía el olor, ese olor  dentro  de mi cabeza. No tardamos mucho  en descubrir  que el bulo de Walter  Pérez era el refugio de mi viejo, a cambio de algunos mandados que le hacía durante su ausencia. Walter Pérez nunca reclamó nada de lo que había allí, ni tampoco preguntó por mi padre.
El niño de once años  conservó el teléfono celular  a la espera de un llamado  que nunca hubo.
Ni siquiera aquel amigo. Aquel que escribiera la dedicatoria en la foto, la única foto que tengo de mi padre, el único testimonio de que tal vez alguien,   alguna vez,  sí lo pudo conocer.
La dedicatoria dice:
“Al amigo busca, embrollón y dudoso” El Negro Mamarracho Casas.


                                                                                                             A papá con cariño. Roxana 

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