de Roxana D'auro
“La presencia del hombre se expresa en el arreglo de
una mesa, en unos discos apilados, en un libro, en un juguete.
El contacto con cualquier obra humana evoca en
nosotros la vida del otro, deja huellas a su paso que nos
inclinan a
reconocerlo y a encontrarlo”
Ernesto Sábato
Cuando papá murió yo pensaba que ya estaba muerto.
Así que lo lloré dos veces. Por muerto la primera,
por vivir y decidir morirse la segunda.
Después de recibir aquel llamado volví a meterme en la cama. Muy mal gusto, si, de
muy mal gusto llamar tan temprano un
domingo a la mañana para algo semejante. Di mil vueltas hasta que al final me levanté,
me habían sembrado la duda. Googleé : Comisaría 19, Capital Federal , copié el número y llamé.
Sólo quería constatar que yo estaba en
lo cierto, que era una broma, o un llamado de éstos que dicen que te
hacen el cuento del tío. Pero me atendió el mismo que había hablado conmigo
hacía una hora nomás. Le pude reconocer la voz. ¡Cómo ese sonido inédito en mi haber de voces, tonos y
musicalidades se había transformado
de pronto en el eco crucial de todos los acontecimientos que vendrían!
El llamado era verdadero. El llamado era para mí. Y
sí , coincidía el apellido, con lo raro que es nuestro apellido, el segundo
nombre que él usaba como primero y su
fecha de nacimiento , 6 de enero.
Sí, era El. Era Papá.
Había caído fulminado por un ataque al corazón , en un bar
, viendo un partido de fútbol por televisión,
tomándose una ginebrita tal vez, no lo sé, ni siquiera puedo decir qué bebidas le
gustaban o cuál era su favorita. Tenía en los bolsillos del pantalón un
monedero de cuero con $1,85 centavos y
en el otro, un manojo de llaves y su
carnet de Estudiantes. El bar quedaba a un par de cuadras de donde vivía, por
eso los vecinos lo reconocieron y pudieron
darle a la policía la dirección exacta.
-¿Y a mi?,
¿Cómo me ubicaron?
-Internet,
señora, Internet. Todo está en Internet.
Lo más esclarecedor y terrible sucedería luego, al entrar a su departamento, en el que
no había en absoluto un vestigio siquiera mínimo de mi existencia en su vida, ni una
carta o foto o mi nombre escrito en una
servilleta de un bar. Nada. Internet sabía más de mí que mi propio padre.
Hacía tiempo
que había asumido la muerte desconocida del padre ausente. Llegar
a esa conclusión fue el resultado de una
búsqueda por años frustrante, pero al final era mejor tener un padre muerto que
no tenerlo. Fue una buena fuente de la Municipalidad de Benito
Juárez, el lugar done él había nacido y
donde parecía que había muerto, la que me dio la información. Y ya no hubo a
quien preguntar, ¿qué sentido tiene la duda si no existe la posibilidad de algo
que la disipe? Todas las preguntas quedaron atropelladas ahí, furiosas, como los pura sangre cuando están preparándose para la largada. Pero no hubo carrera, ni encuentro o
reencuentro y como bocados ásperos me las fui tragando una a una. Después de aquel llamado dominguero, en el cual
descubrí que el muerto estaba vivo pero terminó muriéndose , desconfié para
siempre de los empleados municipales y quedé en
semejante estado de shock que no era conveniente que manejara yo sola hasta
Buenos Aires, menos aún , en el
destartalado vehículo que tenía por aquel entonces. En una hora estaba subida a
la camioneta de unos amigos rumbo al encuentro con papá. Hay cuestiones
que en los relatos deben quedar de lado. ¿Qué interesan las inclinaciones
sexuales de mis acompañantes? ¿O la
música que escuchaban durante el viaje?
Pero el combo de la pareja gay tarareando la banda musical de las películas de Almodóvar
para levantarme el ánimo por tener que
ir a reconocer el cuerpo
de mi padre al que no veía hacía treinta
años , considero que puede ser un condimento interesante y por eso he dejado que se cuele en
la historia . Cuando llegamos a la comisaría, quedaron fuera, para evitar el
riesgo de que los dejen adentro, tal su
facha. Y como señoritos esperaron relojeando mis movimientos y los
movimientos de caderas de algunos
morochos policías.
-¿Lo
reconoce?, dijo el comisario extendiendo el documento y el carnet donde
aquel hombrazo de mis fantasiosos
recuerdos infantiles, alto y mastodonte, se había derretido y transformado en un viejito
con la expresión del rostro desdibujada por la flaccidez.
-Hace treinta
años que no lo veo, fue la coherente justificación que encontré para mi cara de “no tengo ni la menor idea de
quien es este tipo”.
Pero el oficial, con profesionalismo, leyó nombre
y apellido completo, además de fecha de nacimiento y si, tenía que ser El.
-¿Y ahora
que se hace?, indagué.
- Tiene
que ir hasta la Morgue Judicial
a reconocer el cuerpo.
Yo, que soy una tipa elocuente, repetí:
-Hace
treinta años que no lo veo….
-Al morir
en la vía pública, son procedimientos que hay que cumplir.
-Un bar
no es la vía pública
-Bueno, pero es un espacio público
-Señor
Comisario no creo que sea el momento para discutir conceptos entre lo público y
lo privado…. ¿considera esto absolutamente necesario?
Me intriga esta profesión: policías, milicos.
Atenerse a los procedimientos por más descabellados que sean. La vida no
entiende de procedimientos .La vida se filtra, genera grietas, fisuras y ahí donde
nada está ni puede estar escrito o establecido, es ahí donde esta gente hace agua, se aferra a
sus formularios como a una tabla en un gran océano y zozobran en el sinsentido
absoluto.
Me trajeron de vuelta de mis devaneos mis amigos, las mariquitas, chistándome através de la
puerta y preguntándome: -¿Qué pasa? El comisario se había ido, estaba
hablando desde la otra habitación: -Si, Señor
Juez, si, vino desde el interior y…hace
treinta años que no lo veía, bueno,
bueno, de acuerdo, le digo. Voy a
abreviar este asunto. En definitiva, zafé de aquel último encuentro cara a cara con el
muerto que, coherente a su manera de vivir, no tuvo mejor idea que
morirse en la calle, o en el bar, y nada
menos que cuando se cumplía el bicentenario de nuestra patria, una seguidilla
de feriados que obligó a que duerma bajo
cero en la morgue porteña una semana mientras yo me hacía cargo de….
-Acá
tiene las llaves.
-¿De que?
-De la
casa de su padre Señora, con lo
que odio que me digan Señora.
Afuera las mariquitas ya habían comprado facturas
y llamado a otra amiga que concurrió al socorro con una prontitud sorprendente
y con su hijo, su hijo de once años.
Con el hijo, las facturas, con las mariquitas, formábamos todos un grupo heterogéneo que podría haber ido tanto a la marcha del orgullo gay o simplemente a donde el viento nos llevara, así de frágiles,
como hojas.
El departamento era alquilado, había que
vaciarlo o tomar decisiones sobre las
pertenencias de papá antes de entregar
las llaves al propietario.
Por primera vez en treinta años entraría en el mundo más íntimo y secreto de
mi padre. De alguna manera se develarían los misterios, o tal vez tendría las respuestas a aquellas preguntas.
Entrar a la casa donde hacía algunas horas había respirado,
dormido, era como tener el negativo e
imaginar la foto. Cómo se desplazaría cansinamente en la modesta habitación , cómo tantearía en la cocina
sin luz, una taza o un vaso , uno aunque sea que quedara limpio, cómo
amontonaría todos los papeles y cajas y la mugre en un rincón de la mesa para
sentarse a tomar un té , sentarse en el borde
de la cama que se apretujaba
junto a la mesa , una cama donde todavía
las sábanas guardaban los pliegues provocados por el movimiento de su cuerpo .
Cuando estudiaba en Bellas Artes, durante el primer año de mi carrera, en la materia Dibujo el profesor Oliva, un
hombre alto y pelado, que se escurría lento entre nuestros
caballetes ,hizo algo que fue toda una revelación para mí en aquellos tiempos.
Sobre el taburete de siempre acomodó los cachados objetos de yeso con los que armábamos las naturalezas muertas: unas frutas, una botella,
un jarrón, un trapo colgando.
Y dijo: “No
dibujen ningún objeto. Concéntrense en
el espacio que hay entre ellos, dibujen
el vacío, la nada que los separa y verán
como se manifiestan”.
Así, aplastante, se manifestaba papá, con su cajón de servilletas robadas a los restaurantes,cada una bordada
con un nombre distinto, un recorrido por bodegones y viejos
clubes de Buenos Aires, un verdadero mapa gastronómico ; así , insolente, se mostraba en las cajitas
con tarjetas personales donde bajo su
nombre figuraban infinidad de oficios que , obviamente , nunca fue: asesor de seguros, asesor de suelos , técnico en cultivos de soja
, agrimensor , agente inmobiliario, viajante.
Tuve un recuerdo fugaz de mis
siete u ocho años, llenando una planilla
que me habían dado en la escuela: datos personales de los señores padres y/o
tutores. ¿Nombre y apellido? ¿Nacionalidad? ¿Profesión?
-Viajante,dijo mamá
-¿Y que
hace un viajante?
-Viaja
Claro, viaja, se fuga, no está porque esta yéndose todo el tiempo .Papá estaba yéndose
de él mismo. Papá se fue más que nunca,
se mandó la gran fuga y, sin embargo, su vacío
se corporizaba en cada rincón del
asfixiante departamento.
Me vi a mí misma, paralizada en el medio de la
habitación, con la cuadrilla alrededor
trabajando a todo motor. El hijo de once años a cargo de la tecnología,
los chicos son los que más entienden de
aparatos. Mi amiga, despanzurrando carpetas y cajones en búsqueda de alguna
documentación importante.
Las maricas probándose ropa y pidiéndome
con cara de perro vagabundo
permiso para llevarse los sombreros. Emprendimos el regreso, como a las dos
horas, con la camioneta cargada de trastos viejos. Mis amigos estaban contentos, satisfechos, como si
hubieran ido de shopping al Ejército de Salvación. Yo sólo traía una foto
y un deseo irrefrenable de bañarme , de frotarme el cuerpo , de sacarme
toda la ropa y lavarla , quemarla de ser
posible , y que nada , nada de mí, se impregnara con ese olor . Una foto y un olor, fue lo único que pude traer. No había una
mesita de luz con un libro marcado que
me invitara a pasar mis ojos por las líneas
donde sus ojos se posaron , ni un CD en el equipo de música que
haga resonar en mis oídos la última
canción que tal vez tarareó , nada de todo lo que puede hacer distintivo a un
ser , nada de eso estaba presente, y en esa
abrumadora ausencia de signos se
revelaba mi padre como un gigante vacío , una cáscara que estaría durmiendo ya en la morgue de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires.
Pensé en terminar la historia acá y hasta dejar la
frase de la morgue como remate final, pero sería muy egoísta de mi parte guardarme
los acontecimientos que sucedieron después.
El edificio donde vivía papá era pequeño, de cuatro pisos, de dos departamentos por piso, sin portería,
cuidado por los propietarios o inquilinos, así que tras la ardua tarea de desplume de todas las carpetas , cajas y
cajones , mi amiga asumiendo su rol de detective, encontró unas expensas , impagas , por supuesto, donde estaba
el nombre del administrador.
Pasado el larguísimo feriado de festejos patrios
ella lo contactaría para ubicar al propietario del departamento y hacer
la entrega de las llaves del mismo. Fue
un favor que agradecí, dada la distancia y el estado en el que yo me encontraba .Pero como bien dije antes, la
vida no conoce de procedimientos, de secuencias lineales, nunca son las cosas
como deberían ser.
Recibí el llamado de mi amiga casi una semana después.
-El
departamento no estaba alquilado por tu padre.
El que lo alquila es un tal Walter Pérez que es viajante y precisamente ahora está fuera de la ciudad.
En ese momento no supe qué sería peor, si tener que desestimar la frágil construcción
de la identidad de mi padre que había hecho con retazos, o pedirle a las
mariquitas que devuelvan todo porque
por error nos habíamos metido en
el departamento de otro. Pero yo tenía la foto, la foto de papá, y
todavía el olor, ese olor dentro de mi cabeza. No tardamos mucho en descubrir
que el bulo de Walter Pérez era
el refugio de mi viejo, a cambio de algunos mandados que le hacía durante su ausencia.
Walter Pérez nunca reclamó nada de lo que había allí, ni tampoco preguntó por
mi padre.
El niño de once años conservó el teléfono celular a la espera de un llamado que nunca hubo.
Ni siquiera aquel amigo. Aquel que escribiera la
dedicatoria en la foto, la única foto que tengo de mi padre, el único
testimonio de que tal vez alguien, alguna vez,
sí lo pudo conocer.
La dedicatoria dice:
“Al amigo
busca, embrollón y dudoso” El Negro Mamarracho Casas.
A papá con cariño. Roxana
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