Cuando uno va llegando a CiudaPueblo, ve desde el Camino
Imperial los campanarios de la Catedral. Al atravesar la Puerta del Mercado, donde
el Camino termina y las murallas que cercan sus últimos tramos forman un arco, el
que llega puede cruzar la feria hasta la Acrópolis. No tiene más que seguir el
Canal de los Negros, a pie o contratando un bote público.
Pero el
viajero que sabe entrar a CiudaPueblo eludirá la Puerta del Mercado, y cruzando
el Foso Circundante por alguno de los puentes del extremo norte, tomará el Canal
de los Negros desde su comienzo, para recorrer primero Los Establos.
Esta
región, que las moscas, el barro y el olor a bosta no llegan a arruinar, está surcada
por el tramo más verde del Canal los Negros (que, si bien corta de punta a
punta la ciudad, no tiene en ningún otro feudo márgenes con tantos árboles ni
mejores pastos).
Jinetes y
conductores traen sus caballos y carros para recomponerlos en las muchas
caballerizas que ofrece cada calle. Los hay de todo tipo: de correos, de carga,
de carreras… estos últimos, rara vez abandonan la zona, se crían, se entrenan y
compiten en las pistas del pequeño Coliseo emplazado en el otro extremo del
feudo: la encrucijada de la Avenida del Agua y la Senda de la Cárcel, donde
está la Puerta del Mercado
Una
muralla, la que acompaña la última parte del Camino Imperial hasta ese arco (triple frontera entre El Mercado, Los Establos
y la Acrópolis), ha dejado a los establos siempre medio al margen de
CiudaPueblo, hasta el punto en que muchos están convencidos de que “los de
atrás de la muralla” pertenecen al País de las últimas casas (esa aldea
arcaica, menos grande aunque más vieja que CiudaPueblo, que empieza recién al
cruzar el Foso Circundante por el Norte)
Los que
andamos seguido por los caminos barrosos de Los Establos, tan pacíficos de día
como inhóspitos de noche, sabemos que este latifundio fue de los primeros, lo
que testifican sus casas largas y de techos altos, con patios de buena tierra
para cultivar las huertas familiares.
El
aislamiento y el interés general por la apuestas (abundan los establecimientos,
mas o menos legales, de naipes, astrágalos, loterías babilónicas y ruedas de la
fortuna) traen gente que suele estar de paso. La paz es firme en Los Establos, sus
habitantes son sencillos y la presencia de la Guardia Urbana es fuerte: toda
iniciativa bélica suele agotarse en simples peleas de tahúres y rufianes. Mercenarios
y aventureros prefieren probar su suerte en las casas de juego, o arriesgarse a
conseguir alguna fortuna en el Coliseo antes que en algún saqueo.
Se sabe,
si, que rústicos armados llegan de los montes (allende el País de las Últimas
Casas) incursionan en el feudo para robar caballos y secuestrar mujeres,
cruzando a nado el Foso Circundante, de forma clandestina, amparados por la
oscuridad de las calles y la desidia de la Guardia Urbana: no debe culpárselos
porque, la mayor parte de la noche, prefiera custodiar las casas de juego y las
caballerizas de, casualmente, los ciudadanos poderosos.
Hacia el Oeste
Los Establos termina, como se dijo, al borde del Camino Imperial. Del otro lado
de esas murallas, opuesto en muchos aspectos, comienza Feudo Alto.
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