sábado, 28 de junio de 2014

El taller de Esteban.

de Néstor Asprea

El oficial sentado detrás del escritorio tecleaba con ambos índices y asomaba la punta de la lengua por la comisura de sus labios. Frente a él un hombre ojeroso que tenía el rostro tatuado y plagado de piercings, hacía su descargo mientras gesticulaba moviendo con lentitud sus manos.
Esteban Rey es mi nombre, es muy importante mi nombre porque guarda relación con los hechos sucedidos, sí, E S T E B A N   R E Y. Así.
Confirmó que estuviera bien escrito, asomando su cabeza sobre el monitor, poniéndose casi de pie.
Es necesario que le cuente ciertas cosas, no quiero que se hagan una idea equivocada de mi persona, ni de lo que encontraron en el taller. Por eso quiero hacer una breve introducción.
Recuerdo el día que le pregunté a mi viejo por qué me había puesto ese nombre, yo era muy chico en ese entonces. Por tu abuelo materno, me respondió. Y tenía una de esas sonrisas de diablo que a veces ponía, era un hijo de puta mi viejo y se llevaba pésimamente con mi abuelo. Unos meses después mientras jugaba con mi abuelo Cacho, así le decían todos, me quise hacer el canchero y le dije Esteban. Al viejo se le demudó la cara, pensé que me iba a abofetear. Se contuvo y simplemente se fue y me dejó jugando solo.
Juan José se llamaba mi abuelo. Desde ese día la relación con él se enfrió.
Ya de grande, cada vez que escuchaba una grabación pirata de sumo, me acordaba de mi abuelo. El pelado Luca decía: dedicado a tu abuelo que nunca tuvo hijos. Y me imaginaba que me estaba hablando a mí.
El policía lo miraba, no decía palabra y dudaba entre teclear y no teclear.
Anote todo, que todo es importante aunque parezca un divague. ¿Dónde estábamos?... Ah sí, mi nombre. Durante mi adolescencia llegó a mis manos un libro, Insólito Esplendor se llama, ¿lo conoce?
El poli negó con la cabeza.
Un libraco así de grueso, no me interesó leerlo hasta que observé el nombre del autor: Stephen King. ¿Entiende?
El policía lo miraba sin decir nada, con la mente en blanco. Su cabeza era el mero sostén de su gorra.
Stephen King. ¿No lo conoce?
El cana negó con su cabeza.
No importa, lo que importa es que el tipo se llama como yo. Stephen…Esteban. King…Rey. ¿Ahora entiende?
El oficial lo miraba sin decir nada, nubes de vacío e incredulidad surcaban su mente.
La cuestión es que leí el libro y me terminé haciendo fanático del tipo. Luego se despertó en mi como una especie de ansia de escribir, un deseo de emulación. Escribí cinco novelas, de un género digamos, diferente. “Policial blanco” lo llamo. Son historias policiales y de amor al mismo tiempo. No me fue muy bien que digamos, pero ese no es el asunto, o sí.
Como le contaba Stephen es lo máximo para mí, se podría decir que es mi referente. Leí todos sus libros  más de una vez. En uno de ellos habla sobre la escritura y dice que hay autores que son malos y que no tienen arreglo. Comencé a pensar que yo era uno de ellos. Más adelante, en el mismo libro habla de los talleres literarios, dice algo así como que no sirven para nada porque reina un ambiente complaciente y ahí se me ocurrió la idea. Decidí poner un taller literario donde no haya complacencia alguna.
El cana resopló.
Tenga paciencia que ya termino mi explicación y va a comprender todos los hechos.
Abrí el taller y comencé a poner en práctica ese criterio desde el primer día. Cero complacencia, en este ámbito, acá en esta seccional, suena mejor “complacencia cero”. Para algunos alumnos era demasiado. No faltaron aquellos que se retiraron llorando para no volver más. Con el paso de los años quienes venían sabían a qué atenerse. Cada escrito era analizado y despedazado minuciosamente. Algunos lo tomaban como un rasgo de excelencia. Sin notarlo el rigor fue tornando en una especie de sadismo. Los propios alumnos ejercían un maltrato despiadado para con los escritos de los otros. Todos sabían que la cosa era así y parecían satisfechos.
Durante esos tiempos, en el taller se fue consolidado un grupo importante de alumnos que se sometían a los más diversos escarnios.
Más tarde comenzaron los castigos.
No se me ocurrió a mí, no. Fue a pedido de un grupo de alumnos que se me acercaron a plantearme la posibilidad. Lo conversé en los diversos grupos y todos estuvieron de acuerdo, hasta algunos mostraron cierta alegría o emoción o entusiasmo, no sé.
Al principio eran castigos verbales, o penitencias o cosas de ese tipo, pero de a poco todo fue tomando un cariz diferente. Recién en ese momento descubrí que todos mis alumnos eran…especiales, digamos. La literaratura fue de a poco pasando a un segundo plano, lo principal era participar del taller para dar y recibir castigos. Ellos mismos fueron aportando los instrumentos semana tras semana, las cadenas, las máscaras de cuero, los látigos. Yo me tatué todo y me puse estos piercings para estar a tono.
Iba todo bien hasta que llegaron ustedes, ¡que vaya a saber cómo se enteraron!, y encontraron a esas personas, ahí en el taller, encadenadas, con máscaras de cuero, con marcas por todo su cuerpo, colgando de esa barra, por propia voluntad.
Eso sí, lo admito, no eran ya escritores ni aprendices, eran simplemente sado-masoquistas.
  





1 comentario:

  1. Relato ameno; mantiene la coherencia interna; el interés que despierta se va intensificando gradualmente. Tiene precisión en el vocabulario.
    Me agradó porque pone sobre la mesa el proceso de transformación que va sufriendo un objetivo meritorio para llegar a ser la meta de un demente.
    Cariños.

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